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Bernard Manin: Los principios del gobierno representativo – Capítulo II

LOS PRINCIPIOS DEL GOBIERNO REPRESENTATIVO – CAPÍTULO II

BERNARD MANIN

Versión de Fernando Vallespín

Alianza Editorial, 1998.

O índice, o Agradecimiento e a Introducción já foram publicados e estão aqui. O Capítulo I também já foi publicado aqui. Segue abaixo o Capítulo II.

CAPITULO II

EL TRIUNFO DE LA ELECCIÓN

En contra de la extendida creencia actual, el uso político del sorteo no fue exclusivo de la democracia ateniense. Antes de la invención del gobierno representativo, en la mayor parte de los sistemas políticos en los que el poder era ejercido por los ciudadanos, más que por monarcas hereditarios, se utilizó el sorteo en diversos grados y formas. El sorteo tuvo su parte (aunque limitada) en las asambleas (comitia) del pueblo romano. Las repúblicas italianas de la Edad Media y del Renacimiento elegían a menudo sus magistrados por sorteo. En Florencia, centro intelectual del humanismo cívico y de la renovación republicana, la selección de magistrados por sorteo era una institución clave del sistema republicano. Finalmente, Venecia, la Serenísima República cuya estabilidad y longevidad ha fascinado a los observadores, continuó practicando una forma de sorteo hasta su caída en 1797 (86). Los nuevos gobiernos representativos podían presentarse como repúblicas (como hicieron los Estados Unidos desde el inicio de la Revolución o Francia a partir de 1792); pero estaban, no obstante, rompiendo con la tradición republicana al no encontrar un lugar para el sorteo.

Aun así, la tradición republicana todavía permanecía viva en la cultura política de los siglos XVII y XVIII. Como mínimo, era objeto de debate (87). La república Venecia aún no se había hundido. Así que, cuando fue inventado el gobierno representativo, no se ignoraba que el sorteo había sido empleado en más lugares que en Atenas y que seguía, en realidad, en uso. Los teóricos políticos reflexionaron sobre los experimentos republicanos pasados y presentes.

Harrington, ferviente admirador de Venecia y asiduo lector de Maquiavelo, buscó en la tradición republicana modelos que pudiesen servir de guía a los futuros gobiernos libres. Montesquieu concluyó que el gobierno republicano era cosa del pasado y que el futuro era de las monarquías o de los sistemas similares al inglés. Pero llegó a esta conclusión con cierta nostalgia – veneraba a Roma en particular – y tras un atento estudio de los sistemas republicanos. A Rousseau, por su parte, le gustaba recordar que había nacido ciudadano de una república y, pese a sus disputas con las autoridades ginebrinas, tuvo apego y mantuvo un interés bien informado en las instituciones de su ciudad natal. También conoció Venecia, ya que paso allí una temporada como secretario del embajador francés (88). Por último, era un entusiasta de Roma y proclamó que «todo gobierno legítimo es republicano» (89). Los tres estaban familiarizados con la tradición republicana y ninguno consideraba que el sorteo fuese una extravagancia sólo explicable por las características distintas de la cultura griega. Era, para ellos, una institución susceptible de ser analizada de modo general y relacionada con otras culturas y sistemas de gobierno. El sorteo, a sus ojos, era uno de los métodos intentados y probados para conferir el poder de un modo no hereditario. Pertenecía a la misma categoría que la elección y compararon las características y efectos de ambas instituciones.

En general, los modelos republicanos habían combinado los dos procedimientos u oscilado entre ellos. En la antigua Roma, predominó la elección, al igual que en Venecia. La república Venecia siempre fue considerada por los observadores del XVII y del XVIII como el arquetipo de la república electiva. Los republicanos florentinos oscilaron durante un tiempo entre el sorteo y la elección, produciendo un debate explícito sobre los respectivos méritos de ambos métodos de designación.

Al comparar y contrastar ambas prácticas, Harrington, Montesquieu y Rousseau estaban, por tanto, manteniéndose en la tradición republicana. Sus reflexiones sobre el sorteo y la elección son vistas hoy como una mera curiosidad. Los comentaristas modernos les prestan poca o ninguna atención. Sin embargo, sólo un acrítica retroproyección de nuestro punto de vista nos da motivos para suponer que Harrington, Montesquieu o Rousseau considerasen secundarios sus pensamientos sobre el sorteo y la elección. Y lo que es importante, la presencia de tales consideraciones en las obras de autores cuya influencia está más allá de toda duda muestra que el contraste entre los dos métodos de asignación conservaba cierta importancia en la cultura política de los siglos XVII y XVIII. Las autoridades intelectuales de esa época propusieron teorías de carácter general sobre las propiedades de uno u otro procedimiento. Las cultivadas élites que crearon el gobierno representativo eran, desde luego, conscientes de ellas, lo que sin duda arroja alguna luz sobre las creencias y aspiraciones que motivaron a esas élites cuando se tomó la decisión de que la representación política moderna debe basarse sólo en la elección.

Sorteo y elección en la tradición republicana: Las elecciones de la historia

Roma

Roma no fue democracia ni nadie pensó jamás que lo fuese. Ningún observador familiarizó con el pensamiento político griego que describiese el sistema de gobierno romano afirma que Roma fuese una democracia. El escritor griego Polibio, que vivió en Roma en el siglo II a.C., no presenta el sistema político romano como una democracia sino como una constitución mixta (memigmene politeia). El gobierno de Roma, argumenta Polibio, era una combinación de características monárquicas, aristocráticas y democráticas. Los cónsules y los magistrados en general constituían el elemento monárquico; el senado, el aristocrático; y las asambleas populares (comitia), el democrático. Según Polibio, fue el equilibrio entre esas tres instituciones lo que dio a Roma su excepcional estabilidad. Los tres poderes se controlaban y equilibraban mutuamente, evitando con ello los abusos de poder que afligían a todas las constituciones puras (monarquía, aristocracia o democracia) y que las condenaban a degenerar y dar paso posteriormente a otro ciclo periódico (anakuklosis ton politeion) (90).

Polibio sigue siendo una de nuestras principales fuentes de información sobre la constitución romana. Pero el hecho de que la obra de Polibio tuviese gran éxito en Roma y ejerciese una enorme influencia sobre el pensamiento político romano es lo más importante para nuestros propósitos inmediatos. Los romanos se reconocieron en el cuadro que el griego pintara de sus instituciones. De hecho, las obras políticas claves de Cicerón, De República, De Legibus y De Oratore, llevan el sello de la conceptualización propuesta por Polibio (91).

La influencia de Polibio puede observarse también en el modo en que la constitución de Roma se presentaba en la tradición republicana, particularmente entre los escritores políticos del Renacimiento italiano. Es sorprendente, por ejemplo, cómo Maquiavelo en los Discursos sobre Tito Livio, la obra que tanto hizo por el renacimiento del interés por la república romana, se hace eco casi palabra por palabra de la interpretación de Polibio de la estabilidad de Roma (92). Para Maquiavelo, como para Polibio, el éxito de la república más ilustre se debió en gran parte al hecho de que fuese una constitución mixta. La noción de gobierno mixto se ha olvidado hace tiempo, aunque tuvo un papel importante en la formación del pensamiento político occidental. Bodin y Hobbes desarrollaron la moderna teoría de la soberanía indivisible en oposición a ella (93). En cualquier caso, seguramente no deja de tener importancia que, en la teoría constitucional, la constitución romana pasase a la historia bajo el encabezamiento de gobierno mixto o república mixta del de democracia.

Los historiadores actuales caracterizan el sistema político romano como una timocracia, o sea, un sistema construido a partir en cualificaciones en función de la propiedad. Los ciudadanos romanos no eran clasificados de acuerdo con jerarquías de órdenes y clases que era revisadas regularmente en el momento del census. La riqueza individual no era el único criterio que los censores empleaban para asignar un lugar de jerarquía. En el census se tenían también en cuenta las cualidades físicas (por motivos miliares), las morales y las sociales. Pero la riqueza tenía un papel clave, la cantidad de riqueza de una persona determinaba el alcance de su influencia política.

Uno de los modos en que la propiedad determinaba el poder aparece en la organización del voto popular. Aunque, en la última época republicana, los ciudadanos más pobres tenían derecho a votar, sus votos no tenían el mismo peso en las comitia que los de los ricos debido al sistema de votación por grupos. La unidad de voto que se contaba en el recuentro final no era de individuos sino de grupos. El modo en el que los individuos votaban en cada grupo determinaba el voto del grupo, pero el voto de cada grupo tenía el mismo peso, independientemente de su tamaño. Los grupos de voto se componían de centurias (divisiones militares y fiscales), en el caso de las asambleas centuriales (comitia centuria) (94), y de tribus (divisiones territoriales), en el caso de las asambleas tribales (comitia tributa). La ventaja que tenían las clases propietarias queda particularmente clara en las primeras, ya que las centurias de las clases más bajas comprendían mayor número de ciudadanos que las de las clases superiores. La comitia tributa, en cambio, tenían un carácter más popular.

El papel preponderante de la riqueza quedaba también reflejado en la reserva por ley de las magistraturas para las clases situadas en los lugares más altos de la pirámide censal. Para ocupar una magistratura (salvo posiblemente el cargo de tribuno del pueblo), había que ser miembro de una orden ecuestre y, dado que los senadores tenían que ser ex magistrados, el senado era también el coto de las órdenes ecuestres.

La mayoría de las magistraturas eran electivas (salvo el cargo de dictador). Ninguna era asignada por sorteo. El pueblo, reunido en tribus, elegía a los magistrados más bajos y a los tribunos de la plebe. El pueblo, reunido en centurias, también nombraba a los magistrados más altos (cónsules, pretores, censores). Es posible afirmar, por tanto, por simplificar un complejo sistema que fue cambiado y evolucionado durante el periodo republicano, que en Roma el pueblo elegía a los magistrados pero no podía incorporase a las magistraturas. Como el census era revisado regularmente, era posible la movilidad social y política entre generaciones. Los descendientes de ciudadanos pertenecientes a las categorías más bajas del censo podían acceder a las magistraturas si su riqueza y posición había aumentado lo suficiente. No obstante, en un momento dado, el único poder de que gozaban las clases más bajas era el de elegir candidatos entre las clases superiores.

Las asambleas populares no se limitaban a elegir magistrados. También aprobaban leyes y juzgaban determinados casos. La mayor parte de las leyes eran aprobadas por las comitia tributa, considerada por los historiadores actuales como el órgano esencial del poder popular. Debe ser señalado, no obstante, que la iniciativa sólo pertenecía a los magistrados. Sólo un magistrado con tal capacidad podía convocar asambleas del pueblo romano. Siempre era un magistrado el que convocaba la asamblea y el que formulaba las cuestiones a platear allí. «Todas las decisiones del pueblo – escribe Claude Nicolet – eran una respuesta» (95). La constitución romana, por tanto, incluía un elemento de democracia directa, pero la iniciativa no era, como en Atenas, de «cualquiera».

Aunque los magistrados sólo eran nombrados por elección, el sorteo tenía, sin embargo, su parte en las asambleas populares. Así que, ¿cuál podía ser la naturaleza y significado del sorteo en un sistema político en gran medida oligárquico, y en el que la riqueza otorgaba el poder? El sorteo se empleaba para determinar quién debía votar primero en las asambleas centuriales y para establecer qué votos se debían contar primero en las asambleas tribales (96). En las primeras, se sorteaba la centuria que debía votar primero. La centuria pasaba a llamarse «centuria con prerrogativa». Es sobre la importancia y efectos del sorteo de la centuria con prerrogativa sobre la que la historia ofrece mayor información.

Las asambleas de centurias comprendían 193 centurias procedentes de las cinco clases establecidas en el censo. Dos factores hacían que predominaran las clases propietarias. De un lado, la primera clase, formada por las 18 centurias ecuestres y las 80 de la infantería de primera clases, disponía ella sola de la mayoría de los votos (98 de 193). De otro, como hemos visto, las centurias no poseían el mismo tamaño: las centurias estaban formadas por menos ciudadanos a medida que se ascendía en la jerarquía del censo. Las centurias votaban por orden jerárquico y los votos eran contados a medida que se iban emitiendo. En cuanto se obtenían la mayoría, se dejaba de contar votos. Así que, si en las centurias de las clases altas todos votaban lo mismo, se llegaban a la mayoría y se clausuraba la votación antes incluso de que fueran convocadas las clases más bajas del censo. Estas últimas no participaban en la toma de decisiones, salvo cuando había desacuerdo y votos divergentes entra las categorías superiores. Se puede, por tanto, afirmar que los órdenes inferiores tenían el poder de arbitrar en caso de conflicto y división entre la élite terrateniente. Está claro que el sistema alentaba a las clases superiores a mantener cierta cohesión política.

Hacia finales del siglo III a.C., las asambleas de centurias se sometieron a una importante reforma. El número de centurias de infantería de primera case paso de 80 a 70. Como el número de centurias ecuestres siguió siendo de 18, necesitaban los votos de votos de ocho centurias de la segunda clase del censo para llegar a la mayoría. También se adoptó entonces la costumbre de la elección por sorteo de la centuria con prerrogativa. Puede que fuesen conocidas colectivamente como las primo vocatae, las primeras convocadas. Tras la reforma, sólo se invitaban a votar primero a una centuria (97). La centuria con prerrogativa era determinada por sorteo entre las centurias de infantería de primera clase. El resultado de sus voto era anunciado inmediatamente antes de que las otras centurias empezasen a votar (lo que seguían haciendo por orden jerárquico: las centurias ecuestres primero, luego las de infantería de primera clase, etc.).

Se consideraba que el resultado de la teoría en la selección de la centuria con prerrogativa era una señal de los dioses (omen), y el modo en que votaban la centuria asumía un significado religioso. Ese voto inaugural, por decirlo así, era considerado no solamente como una descripción por adelantado de cómo iba a ser el resultado definitivo, sino como prescripción de cómo debía ser votado (98). Por lo tanto, la decisión de la centuria con prerrogativa tenía el efecto de determinar los votos subsiguientes.

Los historiadores actuales coinciden en considerar que la centuria con prerrogativa y su selección por sorteo era una institución que fomentaba la unidad y el acuerdo en las comitia. Algunos hacen hincapié en el modo en que contribuía a mantener la cohesión política entre las centurias en la cúspide de las jerarquías del censo (99); otros subrayan su efecto unificador en toda la asamblea (100). Dado el orden en el que se efectuaba a votación y el número respectivo de votos de las diferentes clases de censo, es probable que el efecto unificador funcionase en dos sentidos distintos y sucesivos. En primer lugar, para las centurias de primera clase, el voto de la centuria con prerrogativa constituía un punto focal que les permitía coordinar cómo organizar la votación. La existencia de un punto de concentración realzado por la religión, reforzaba el predominio de las clases propietarias en la asamblea de centurias: si las centurias de la primera clase (y ocho de la segunda) habían seguido la vía de centuria con prerrogativa, la decisión final seguía en manos de las clases más altas, ya que las centurias siguientes en la jerarquía no serían convocados por haber ya un voto mayoritario. Por otro lado, el voto disperso de las primeras centurias hubiese hecho descender el voto decisivo por la escala del censo. Por tanto, el uso del sorteo, junto con el valor religioso que se confería a la centuria con prerrogativa, evitaba o mitigaba cualquier disensión o rivalidad que las elecciones pudieran haber provocado entre las clases hacendadas, no llegando a debilitarlas (101). La neutralidad del sorteo (además de su significado religioso) resaltaba más la eficacia del punto de congregación: las primeras centurias eran menos reacias a seguir la senda marcada por el voto inicial, puesto que parecía trazado, al menos en parte, por algo externo, neutral e imparcial (102).

El sorteo contribuía a la cohesión de las asambleas de centuria en un segundo sentido, con un efecto en cierto modo diferente sobre las clases más bajas. Si las centurias de las clases más altas habían seguido el liderazgo ofrecido por los dioses con el voto de la centuria con prerrogativa, como sucedía habitualmente, las unidades situadas más abajo en la jerarquía del censo no votaban; sin embargo, el hecho de que el resultado final pareciese fluir de un fenómeno externo y como una señal sobrenatural debió haber hecho más fácil de aceptar el resultado para los que no hubiesen depositado su voto.

El sorteo también tenía su parte en las comitia tributa, pero se sabe menos sobre cómo operaba allí. En ese tipo de asambleas, el sorteo era empleado de manera diferente según se estuviesen aprobando leyes o juzgando casos, por un lado, eligiendo a los magistrados de rango inferior, por el otro lado. En las reuniones legislativas o judiciales de las comitia tributa, las tribus votaban una después de otra. Era, por tanto, necesario determinar cuál habría de votar primero. En las otras se votaba siguiendo un orden preestablecido, (Ordo tribuum) sobre lo que no se sabe mucho, salvo que no era jerárquico. El sorteo, en realidad, determinaba en qué momento tenía que comenzar el ordo tribuum. La tribu que votaba primero era identificada con un término particular (principium) y era en cierto modo el equivalente de la centuria con prerrogativa en las asambleas de centuria (103). El resultado del voto de cada tribu se anunciaba poco después de que acabase de votar, pero mientras las otras depositaban sus votos. La votación se detenía en cuanto hubiese decidido el proyecto o el veredicto por la mayoría de las tribus (por ejemplo, por 18 votos, ya que había 35 tribus). Consecuentemente, en las votaciones legislativas o judiciales en las asambleas tribales, el empleo del sorteo alentaba que el voto se cristalizase alrededor del primer voto, a la vez que facilitaba a las tribus que no habían emitido su voto el aceptar el resultado. No obstante, al contrario que el resultado de las asambleas de centurias, en este caso el efecto cohesivo no redundaba en beneficio de ninguna clase en particular.

Cuando, por otro lado, las comitia tributa elegían magistrados, todas las tribus votaban simultáneamente, así que no había necesidad de determinar cuál debía votar primero. Sin embargo, se empleaba el sorteo para determinar cuál debía votar primero. Sin embargo, se empleaba el sorteo para determinar el voto de qué tribu debía ser contado en primer lugar. Se daba por elegidos a los candidatos en cuanto llegasen a los 18 votos: luego se detenían la votación. A medida que sucedía, ciertas peculiaridades del procedimiento de votación hacían que el orden de recuento no careciese de importancia: podía llevar a declarar electo un candidato que, si se hubiese efectuado el recuento de todos los votos, hubiese podido haber obtenido menos votos que otro. Tenemos de nuevo que la cualidad religiosa del sorteo, así como su neutralidad, tenían su parte, contribuyendo a hacer el resultado aceptable para aquellos cuyos votos no fueron contados.

Al contrario que los atenienses, los romanos no empleaban el voto por sus propiedades igualitarias. En la república romana, basadas en el censo, el sorteo tenía ante todo el efecto de aunar los votos y promover la cohesión política, primero entre las clases hacendadas y luego entre el pueblo como un todo por su neutralidad y por la interpretación religiosa que se le daba.

Las ciudades-repúblicas italianas

En los primeros municipios italianos fundados en los siglos XI y XII, se empleaba el sorteo para relacionar a sus magistrados (104). En el periodo inicial, los métodos para seleccionar a los miembros del consejo y a otros cargos eran objetos de constantes experimentos. Parece ser que se empleaban tres procedimientos con mayor frecuencia: elección indirecta, un sistema en el que una primera selección determinaba quienes iban a ser los electores que tomasen la decisión final; designación por los concejales o funcionarios salientes; y, por último, sorteo propiamente dicho, llamado frecuentemente así: «elección por sorteo». «Con la votación indirecta y con el sorteo – escribe Daniel Waley – se pretendía impedir el control de la política de la ciudad por parte de camarillas que pudiesen prolongar su control asegurándose la elección de miembros de sus propias filas» (105). A lo largo de toda su historia, las ciudades-república italianas estuvieron dominadas por el faccionalismo. No obstante, el fenómeno de las facciones no puede disociarse del gran valor que los ciudadanos daban a los cargos políticos. Los ciudadanos estaban obsesionados por alcanzar los «honores y beneficios» de los cargos, y los conflictos entre las facciones giraban sobre todo en torno a la consecuciones de cargos. El deseo de un cargo puede verse como un modo idealizado de la expresión de cierta idea de excelencia humana: los hombres satisfacen su naturaleza de animal político ocupan un cargo (106). En términos más mundanos, no obstante, el deseo obsesivo de cargos alimentaba los conflictos entre facciones. Se puede también leer la historia de las ciudades-república italianas como la amarga experiencia de las divisiones generadas por el deseo de cargos públicos.

Para superar los efectos distorsionantes de las facciones, a principios del siglo XIII la mayoría de los municipios crearon un podestá, un único magistrado ejecutivo, más específicamente dotado de poderes judiciales y políticos. Un cronista genovés escribió en 1190: «Las discordias civiles y las conspiraciones y divisiones odiosas habían surgido en la ciudad debido a la mutua envidia y a que fuesen tantos los que deseaban tanto tener el cargo de cónsules de la ciudad. Así, los sapientes y los conciliadores de la ciudad se reunieron y decidieron que a partir del siguiente año se pondría fin a los consulados del municipio y que debía de haber una podestà» (107). La característica más notable de la podestà era que debía proceder de fuera de la ciudad, preferiblemente no de un municipio vecino, con el fin de que fuese «neutral en sus desacuerdos y conspiraciones» (108). Bajo esta luz es como antes que nada hay que ver el uso del sorteo en los municipios italianos.

Hay una chocante analogía entre la institución de podesteria y la práctica del sorteo, incluso aunque la podestà era elegida, no seleccionada por sorteo. El elemento común a ambos es que se recurre a algo extremo y neutral para superar las disensiones faccionales. En las ciudades italianas, la propiedad decisiva del sorteo parece haber sido la de centrar la ocupación de cargos en un procedimiento no sujeto a la influencia humana. De un lado, porque su evidente imparcialidad hacía que un determinado resultado por sorteo fuera más aceptable para las facciones en conflicto. De otro, porque dejar la decisión fuera de su alcance evitaba los efectos divisorios de la competición abierta entre las facciones. La práctica del sorteo propiamente dicho y de la institución de la podestà pueden ser vistas, por lo tanto, como variaciones de un mismo tema: el potencial pacificador de lo externo. En cualquier caso, el que la utilización del sorteo comenzase a ser considerada como una solución al problema de las facciones (fuese o no introducido por ese motivo) queda corroborado por el siguiente comentario de Leonardo Bruni sobre la introducción del sorteo en el siglo XVI en Florencia: «La experiencia nos ha enseñado que esta práctica [la de seleccionar magistrados por sorteo es útil para eliminar las luchas que con tanta frecuencia estallan entre los ciudadanos que compiten en la elecciones…» (109). Bruni prosigue, en el mismo pasaje de su Historia del pueblo florentino (1415-21), criticando el uso del sorteo, ya que los ciudadanos cuando tienen que competir en las elecciones y «ponen su reputación abiertamente en juego», tienen un incentivo para portarse bien. Por supuesto, el incentivo ya no existe cuando se elige por sorteo a quienes ocupen los cargos, y Bruni lamenta la ausencia de dicho estimulo. Pero su oposición definitiva al empleo del sorteo sirve para subrayar el principal mérito que reconoce en su práctica.

En el pensamiento republicano italiano, la búsqueda de mecanismos neutrales y externos para la designación de los titulares de cargos parece una característica constante. Otra insistencia en esa búsqueda puede hallarse en el Discorso di Logrogno de Francesco Guicciardini (1512). En esta reflexión sobre el gobierno de Florencia, Guicciardini propone ampliar el número de miembros del Gran Consejo (órgano elector de los magistrados) a un mayor número de ciudadanos (en compañía con el número de miembros que en esos momentos tenía el gran consejo florentino). El contenido concreto de la propuesta de Guicciardini y su justificación merece una reseña especial. Propone, de hecho, ampliar la pertenencia al Gran Consejo a ciudadanos no elegibles para cargos: estos ciudadanos, razona, se constituirían en árbitros imparciales cuyo juicio no podría verse influido por sus ambiciones personales (110). Según Guicciardini, las elecciones producen divisiones y cuando los electores pueden ser también elegidos, prevalece el interés de las facciones, ya que los jueces son también partes interesadas. Con el fin de promover el bien común, Guicciardini aduce, los ciudadanos, o al menos una parte de ellos, no deben tener intereses personales ni directos en los resultados de las contiendas electorales; deben sólo juzgar, desde el exterior, los méritos comparativos de los hombres que se presenten como candidatos. Como Bruni, Guicciardini no estaba a favor del sorteo; también prefería las elecciones. Su propuesta se dirige precisamente a combinar los efectos benéficos de las elecciones con la imparcialidad de un órgano externo y, por ello, neutral. La propuesta de Guicciardini es notable por su más bien inesperada (pero con gran alcance potencial) justificación de la extensión del derecho de voto, pero, y esto es más importante, por su búsqueda de instituciones neutrales que pudiesen mitigar los efectos de la división de la competición por el cargo. En esta problemática central de la política cultural de las ciudades-república italianas, el sorteo aparece como un aparato externo y neutral.

Florencia

La historia constitucional florentina revela con mayor precisión las diferentes dimensiones del uso del sorteo (111). Los florentinos emplearon el sorteo para seleccionar a diversos magistrados y a los miembros de la signoria durante los periodos republicanos. En realidad, las instituciones florentinas atravesaron entre los siglos XIV y XVI por diversas circunstancias y cambios. Así que, puede ser necesario un breve esbozo cronológico.

Para simplificar se pueden distinguir dos periodos republicanos. El primero se extendió de 1328 a 1434. La república florentina llevaba existiendo desde el siglo XIII, pero en 1328 se llevaron a cabo ciertas reformas de importancia y surgió un sistema institucional relativamente estable (aunque no tranquilo) hasta que los médici llegaron por primer vez al poder en 1434. Desde entonces hasta 1494, los médici mantuvieron una apariencia de estructura republicana, pero controlando de hecho gobierno con la ayuda de sus clientes y de varios otros subterfugios. Consecuentemente, el régimen que funcionó durante ese período de sesenta años no es considerado en general como republicano. La república resucitó con la revolución de 1494 en la que tuvo un papel clave Savonarola, y duró hasta 1512. En ese año, los Médici regresaron al poder y dominaron la ciudad de nuevo durante otros quince años. La república resurgió brevemente un última vez entre 1527 y 1530 antes de su derrumbamiento definitivo para dar paso a una forma hereditaria de gobierno, el ducado de Toscana, bajo control de los Médicis. Para simplificar el análisis, consideraremos aquí las instituciones que funcionaron entre 1494 y 1512 y de 1527 a 1530 como si fuese un único período, al que podemos llamar segundo sistema republicano (112).

Tanto en el primero como en el segundo sistema republicano, los ciudadanos debían ser autorizados mediante un escrutinio (squittinio). Los nombres de los que hubiesen recibido más de un número determinado de votos favorables eran introducidos en bolsas (borsellini) de las que se extraía al azar los nombres de los que accederían a una magistratura (en particular, los nueve magistrados de la signoria, doce buoni humomini y los dieciséis gonfalonieri, los magistrados de los diferentes distritos florentinos). El escrutinio de los votos era secreto. Los nombres que eran sometidos al squittinio habían sido elegidos previamente por un comité cuyos miembros eran conocidos como los nominatori. Las instituciones del primer y segundo período republicano diferían en los métodos empleados para la nominación y para el escrutinio.

Otra característica de ambos períodos republicanos fue la existencia de disposiciones para garantizar la rotación en el cargo, los divieti. Se trataba de prohibiciones que evitaban que el mismo cargo fuese asignado a la misma persona o a miembros de la misma familia varias y sucesivas veces durante un determinado período. Los miembros de la signoria eran reemplazados cada dos meses; los mandatos de otras magistraturas duraban un poco más. La república florentina, por consiguiente, se hizo eco del tipo de combinación entre sorteo y rotación que caracterizó a la democracia ateniense.

En el siglo XVI, el acceso a la magistratura estaba controlado parcialmente por la ottimati, la aristocracia de las grandes familias de mercaderes y los líderes de las más importantes corporaciones. Quienes no pertenecían a la aristocracia (por ejemplo, mercaderes medios artesanos) podían acceder al poder, pero sólo si habían sido aprobados por las élites de riquezas y cuna, que dominaban el comité que decidía sobre quién debía ser «escrutinizado» (113). En cambio, el órgano que a través de squittinio, aprobada o rechazaba los nombres presentados era más abierto. Estaba formado por varios cientos de miembros (arrotti) elegidos por ciudadanos seleccionados a su vez por sorteo (114). Por lo tanto, los nombres que eran introducidos finalmente en la bolsa tras el squittinio habían sido aprobados dos veces: una por la aristocracia y otra por un círculo más amplio.

A finales del siglo XIV, este complejo sistema se consideraba una garantía de imparcialidad en la selección de magistrados y de salvaguardia frente a las facciones. Su pura complejidad parecía protegerlo de la manipulación por parte de individuos o clanes: nadie podía controlar todas y cada fase del proceso o dirigirlo a un resultado de su gusto (115). La parte que desempeña en la fase final el mecanismo, neutral y no manipulable, del sorteo era en gran parte responsable de generar esa sensación de imparcialidad. Florencia no era diferente, en cuanto a esto, de otras repúblicas italianas.

No obstante, el experimento florentino revela aún otra dimensión del uso del sorteo. El procedimiento se introdujo en Florencia por vez primera en 1291, pero este experimento inicial resultó breve. La combinación de escrutinio y sorteo que se convertiría en una de las piedras angulares del republicanismo florentino quedó realmente establecida por las ordenanzas de 1328. En la introducción de las nuevas ordenanzas se describía el objeto de reforma (y, por lo tanto, del uso del sorteo) como sigue: «Los ciudadanos de Florencia, cuyas vidas sean aprobadas como honestas y desahogadas por consenso favorable entre los buenos ciudadanos respetuosos de las leyes, pueden de manera justa lograr y ascender a los honores [de un cardo público]» (116). Los florentinos no deseaban más que los atenienses ser gobernados por ciudadanos incompetentes o indignos. El squittinio servía para eliminarlos (aunque también se prestase a fines partidistas). En Florencia, por lo tanto, era el juicio de los otros, no, como en Atenas, el voluntariado combinado con las perspectivas de sanciones, lo que se suponía aseguraba la eliminación de los incompetentes. Sin embargo, entre los que se consideraban dignos y capaces de ocupar un cargo (por ejemplo, los que habían obtenido el número requerido de votos en el escrutinio), se creía que el sorteo lograba una distribución más equitativa. Por eso, las ordenanzas de 1328 lo presentaban como garantía de mayor igualdad en el acceso a cargos públicos y así sería recordado (117). Pero la creencia en el carácter igualitario y democrático del sorteo no se estableció de golpe, y tampoco era tan incuestionable en Florencia como lo había sido en Atenas. Durante algún tiempo, de hecho hasta los últimos años del siglo XV, seguía habiendo dudas acerca de las verdaderas propiedades del sorteo (y de las elecciones). Se perciben titubeos fluctuaciones y marchas atrás en los debates políticos florentinos.

Aunque el sorteo se asociaba explícitamente a la igualdad política en 1328, cuando el sorteo fue introducido por primera vez en 1291, no estableció tal vinculación (118). El comentario de Bruni citado anteriormente sugiere que entonces el sorteo era visto sobre todo como un mecanismo neutral y externo que evitaba las luchas entre fracciones. Después de 1328 y para el resto del siglo XIV, las corporaciones, que constituían el elemento popular del sistema social y político de Florencia, mostraron una particular adhesión al sorteo (119). Un siglo después, sin embargo cuando se restableció la república tras el primer periodo Médici (1434-94), hubo un nuevo período de dudas e indecisiones sobre los efectos del sorteo.

La mayor innovación de la revolución de 1494 fue la creación del gran consejo siguiendo el modelo de Venecia. Se decidió entonces que todos los miembros del consejo debían participar en la selección de magistrados y ser elegibles para cargos (120). Se mantuvo la preselección de los nombres a presentar a la elección, pero la aristocracia perdió su control: los nominatori se seleccionaban a partir de entonces por sorteo entre los miembros del gran consejo (121). La gran cuestión empero era decidir qué procedimiento de selección debía usar el gran consejo. ¿Debía mantener la combinación de squittinio y sorteo que había funcionado durante el primer periodo republicano (con todos los nombres de los que hubiesen recibido un número determinado de votos metidos en bolsas para ser sacados al azar), o debía adoptarse un nuevo sistema en el que no se emplease el sorteo, pero que asignase las magistraturas a los que hubiesen obtenido el mayor número de votos a favor (le più fave) en el squittinio (122). El segundo sistema constituía una clara elección. Por lo tanto, se abrió un debate sobre los méritos relativos de la elección y del sorteo.

La revolución de 1494, que derrocó a los Médici, se logró mediante una alianza entre un sector de los ottimati y los popolani (las clases más bajas, formadas por artesanos, pequeños mercaderes y tenderos). El problema clave durante el último año del siglo XV fue el de saber cuál de esos dos grupos tendría el control del nuevo régimen republicano. Los involucrado creían que la respuesta a la cuestión dependían de qué procedimientos fuese a emplear el gran consejo. Notablemente, durante algunos años, los principales protagonistas parecían no tener ninguna certeza sobre los respectivos efectos del sorteo y la elección. Cada uno de los bandos se preguntaba qué método de selección iba a resultarles más ventajoso. En sus fascinantes artículos, Nicoli Rubinstein ha documentado al detalle las oscilaciones e incertidumbres de los participantes en el debate (123).

Este crucial episodio de la historia constitucional de Florencia puede ser dividido a grandes rasgos en tres breves episodios. En el primero – del 9 de noviembre al 2 de diciembre de 1494 –, se tomó la decisión de restaurar las instituciones del primer sistema republicano. En otras palabras, tras un corto periodo de transición, se decidió volver a la selección por sorteo. Parece que los ottimati en ese momento pensaron que la combinación de escrutinio y sorteo podría devolverles la influencia de que habían gozado en el siglo XIV. Su preferencia por el sorteo puedo ser también reflejo de su afición a los procedimientos establecidos y tradicionales. Por último, los ottimati temían que las elecciones pudiesen devolver el poder a los partidarios de los Médici. En un segundo período (9-23 de diciembre de 1494), en respuesta a la insatisfacción de los popolani con la primera reforma, se avanzó hacia un gobierno más popular. En este segundo período la influencia de Savonarola llegó a su máximo para culminar en la reforma radical del 22-3 de diciembre, cuando se creó el gran consejo. Otro aspecto de la reforma fue, no obstante, la sustitución del sorteo por la elección en la designación de la signoria. Al parecer, Savonarola tuvo un papel clave en esa segunda decisión. Era firme partidario de las elecciones, que consideraba parte integrante del gobierno popular (124). En ese momento, por tanto, el movimiento popular aparentemente creía que las elecciones iban a operar a su favor. Ahora bien, los ottimati variaron su posición. Aceptaron el método electivo en la creencia de que sus conexiones, prestigio y talentos les capacitarían para triunfar en cualquier competición electoral. Un observador simpatizante de los ottimati llegó a decir que el nuevo sistema (elección en vez de sorteo) «no tenía otro fin que el de devolver el estado a la nobleza» (125). En diciembre de 1494, todavía quedaba algo de incertidumbre sobre los probables efectos de la elección en comparación con los del sorteo. Fue esa incertidumbre lo que permitió que la reforma se impusiese: cada bando creía que el cambio iría en beneficio propio. En principio, la experiencia parecía justificar las expectativas del movimiento popular. En el entusiasmo popular con el gran consejo, «nuevos hombres» (gente nuova) y partidarios del movimiento popular iban a ser elegidos para altos cargos en las primeras elecciones. Las cosas cambiaron, sin embargo, pasado algún tiempo. «Gradualmente la novedad desapareció – escribe Rubinstein – y el prestigio e influencia de los ottimati volvieron cada vez más a su ser… Volvemos a encontrarnos, en consecuencia, con que una considerable proporción de los altos cargos retornaron a las familias que solían ocuparlos bajo los Médici y en épocas anteriores» (126). En ese momento se produjo un cambio de opinión entre los elementos populares, que llegaron a creer que el sorteo les favorecía más. Los ottimati, por su parte, en vista de su éxito electoral, estaban cada vez más satisfechos con el sistema de elecciones. Finalmente, durante un tercer periodo (1495-7), las presiones del movimiento popular lograron que se abandonasen gradualmente la elección en favor del sorteo.

Los acontecimientos que ocurrieron durante el segundo período (las elecciones de 1494-5) constituyen, como es obvio, el momento crucial. Ese periodo decisivo parece haber estabilizado de una vez por todo el sistema de creencias en torno a los respectivos efectos de la elección y al sorteo. A partir de entonces las elecciones quedaron asociadas sistemáticamente con governo stretto (gobierno «estrecho» o aristocrático) y el sorteo con governo largo (gobierno «abierto» o popular). Estas creencias hallarían su más brillante y autorizada expresión en los escritos de Guicciardini. Miembro de una de las grandes familias ottimati y uno de los más influyentes defensores del republicanismo aristocrático, Guicciardini fue autor de dos discursos sobre los méritos respectivos de la elección y el sorteo (127).

En el primer discurso se argumenta a favor de la elección (el sistema più fave), mientras que en el segundo se aboga por la combinación de escrutinio (squittinio) y sorteo, Aunque Guicciardini, siguiendo las reglas de un género retórico establecido, defiende primero un procedimiento y luego el otro, una serie de discretas pero nada ambiguas señales revelan su propia preferencia por la elección. El abogado de la elección razona que en la formación de un república hay que mantener a la vista dos fines: «El primero, y más importantes, que tienen que estar constituidas de tal modo que todo ciudadano sea igual ante la ley, y que no se debe hacer distinciones entre pobres y ricos, poderosos e imponentes, de tal modo que no se perjudique ni a su persona ni a su propiedad o posición». El otro fin político a tener en cuenta es que los cargos públicos deben ser ajustados de tal modo que «sean lo más accesibles posibles para todos, de modo que participen en ellos el mayor número posible de ciudadanos» (128). La igualdad ante la ley y el libre acceso a los cargos públicos eran los valores esenciales del republicanismo florentino, y en discurso de Guicciardini se formulan como tema común del pensamiento republicano. Un siglo antes, en su «Oración panegírico de Nanni degli Strozzi», Bruni había definido la igualdad republicana en los siguientes términos: «Esto es, por tanto, la verdadera libertad, esto es igualdad en una república [res publica]: no tener que temer la violencia o la maldad de nadie y gozar de la igualdad entre los ciudadanos ante la ley y la participación en los cargos públicos» (129). Guicciardini, sin embargo, jerarquiza los dos objetivos. Mientras que el primero (igualdad ante la ley) debe procurarse sin limitaciones, prosigue Guicciardini, el segundo (igual acceso a cargos públicos) debe perseguirse dentro de determinado limites, ya que el destino de la ciudad no debe alejarse en manos de los que son meramente elegibles. Aquí es donde se considera superior la elección que el sorteo. La elección asegura que los magistrados «sean escogidos [scelti] tanto como sea posible» (130). Tiene, además, la virtud de prevenir que cualquiera «se eleve a una posición prominente [si fare grande]». En un sistema electivo, la eminencia es conferida por los otros, no por uno mismo. Y a la vez, los votantes son capaces de distinguir a los verdaderamente grandes de los que afectan grandeza (131). La única objeción válida contra tal sistema, reconoce Guicciardini, es la de que «reduce el número de los que obtienen cargos [gli uffici vanno stretti]» La respuesta a tal objeción consiste en una pregunta: ¿si el pueblo prefiere que las funciones oficiales se mantengan dentro de un círculo de elegidos, qué hay de incorrecto en ello? Y si el objetor insiste, indicado que, en un sistema electivo, los ciudadanos meritorios pueden seguir excluidos de los cargos públicos porque la gente rechaza constantemente a las mismas personas, se puede dar una respuesta diferente: «El que una persona sea meritoria no es una cuestión a decidir por un individuo privado y carece de pasión. [El pueblo] nos conoce mejor que nosotros mismos y no tiene otro fin que distribuir las cosas entre los que cree que se lo merecen» (132). La noción de que el pueblo es capaz de juzgar lo que le pongan delante, sean personas o decisiones, pero incapaz de gobernarse así mismo es recurrente en el pensamiento de Guicciardini. Aparte de este juicio de valor, el modo en que Guicciardini describe las propiedades respectivas de la elección y del sorteo parece reflejar con bastante exactitud la visión común de ambos modelos que quedó establecida tras 1495-7.

Así, después de haber introducido el sorteo para evitar los enfrentamientos entre facciones, los florentinos terminaron redescubriendo, a través de la experiencia, la enigmática idea de los demócratas griegos de que el sorteo es más democrático que la elección. Aunque Guicciardini no explica, como tampoco hiciera Aristóteles, por qué las elecciones tienden a convertir los cargos públicos en cotos de las élites, no tenía duda de que así era, y los florentinos pensaban en general de igual modo. El republicanismo florentino ejercía, a su vez, una considerable influencia sobre la evolución posterior del pensamiento republicano, en particular en Inglaterra y en los Estados Unidos (133). Hay, pues, razones para creer que los teóricos y los protagonistas políticos de los siglos XVII y XVIII, que estaban familiarizados con el experimento florentino, sabían que la creencia en la naturaleza aristocrática de las elecciones no era exclusiva de la cultura política griega.

Venecia

En Venecia también se empleaba el sorteo, pero de un modo bastante diferente (134). Los venecianos perfeccionaron un sutil y extraordinariamente complicado sistema para la designación de magistrados que se hizo famoso entre los autores políticos de toda Europa (135). Harrington recomendó su adopción en su república real Océana (136). El sorteo intervenía en el sistema veneciano únicamente en la selección de los miembros de los comités que nominaban a los candidatos hacer considerado por el gran consejo (los nominatori). Los comités eran nombrados mediante un procedimiento de varias fases que requería una combinación de sorteo y elecciones (137). Por consiguiente, el sorteo no se empleaba, como en Florencia, para la selección de los propios magistrados. Los nominatori venecianos proponían varios nombres para los cargos a cubrir. Los nombres propuestos eran sometidos a inmediata votación en el Gran Consejo (138). Para cada magistratura era nombrado el candidato que más votos había obtenido (139). El sistema estaba por lo tanto, basado ante todo en la elección, no sólo porque los candidatos fueran finalmente elegidos por el Gran Consejo, sino también porque los nombres de los candidatos propuestos eran los de aquellos que más votos habían obtenido en el comité de preselección.

La utilización del sorteo en la selección de los nominadores impedía que las camarillas pudieran influir sobre el proceso de nominación: los miembros del Gran Consejo sencillamente no sabían de antemano quién se encargarían de proponer a los candidatos. Como precaución añadida, la votación se emprendía en cuanto los candidatos eran anunciados, por lo que no había tiempo para realizar campañas en el Consejo. «La selección del comité nominador por sorteo y lo inmediato de la votación estaban expresamente concebidos para evitar que los candidatos hiciesen campaña para conseguir los cargos con llamamientos que pudieran incitar a lucha entre facciones» (140). Otra característica del sistema, que intriga a los observadores, iba en el mismo sentido: la votación secreta en el Gran Consejo. Los venecianos llegaron extraordinariamente lejos para asegurar que la votación en ese órgano fuese completamente secreta: hasta las bolas que empleaban para votar iban envueltas en tela para silenciar su caída al ser depositados en las urnas. El objeto era nuevamente impedir la formación de grupos organizados: cuando votaban, todo miembro del Consejo debía estar lo más aislado posible de las presiones de grupos y facciones.

Incluso si el propósito esencial del sorteo era el de liberar a las elecciones de las intrigas y campañas divisorias que habitualmente las acompañaban, algunos autores (sobre todo Gasparo Contarini, el teórico más famoso de la constitución veneciana) también le reconocían un aspecto «popular», ya que daba mayor protagonismo al pueblo (141). No obstante, esta dimensión igualitaria sólo suponía que todos los miembros del Gran Consejo tenían una igual oportunidad de ser «importantes»: la misma posibilidad, es decir, de ser nominados, pero no de alcanzar cargos (142). Se mantiene el hecho de que en Venecia también se asociaba el sorteo con la dimensión popular del gobierno y con la noción de igual acceso, aun cuando estuvieran relacionadas por una función limitada y sumamente especializada.

A observadores más perspicaces, sobre todo a Harrington y a Rousseau, no se les escapa que, en realidad, las máximas magistraturas permanecían habitualmente en manos de unas cuantas familias eminentes que formaban un grupo mucho más reducido que el gran consejo. Rousseau, por ejemplo, en el capítulo de su Contrato Social dedicado a las elecciones, escribe: «Es un error tomar al gobierno de Venecia por una verdadera aristocracia. Si el pueblo no tiene parte alguna en el gobierno, la nobleza misma es allí pueblo. Una infinidad de pobres Barnabotes [los miembros pobres de la nobleza veneciana que habitaban el barrio de San Bernabé] jamás se acercó a ninguna magistratura, ni tuvo de su nobleza más que el título de “excelencia” y el derecho a asistir al Gran Consejo» (143). Para Rousseau la nobleza veneciana era el equivalente de la burguesía que se integraba en el Consejo General de Ginebra, y Venecia «no era más aristocrática» que su república natal. Ambas ciudades constituían a sus ojos «gobierno mixtos» (144).

Es cierto que el Gran Consejo veneciano incluía sólo a una pequeña fracción de la población. Su pertenencia era hereditaria y sus miembros eran descendientes de los que fueron admitidos cuando la reforma de 1297 (la serrata o «cierre» del Consejo). A mediados del siglo XVI, el Consejo constaba de 2.500 miembros El Gran Consejo, por lo tanto, constituía la nobleza veneciana. Y sólo esos nobles gozaban de derechos políticos: sólo ellos formaban el cuerpo ciudadano. No fue, sin embargo, la herencia o el exclusivo carácter del Gran Consejo veneciano lo que atrajera la atención de Rousseau o Harrington, sino el hecho de que sólo una pequeña fracción de tan restringido grupo pudiese llegar a ser magistrado. Había esa restricción adicional, pero la libertad de elección no estaba limitaba de ningún modo.

En un pasaje algo críptico, Harrington, que era un cuidadoso observador y un admirador entusiasta de Venecia, presenta esa característica como el gran enigma del gobierno veneciano:

Al ver si resuelve este acertijo: Las magistraturas en Venecia (excepto las que son más ornamento que poder) son anuales o, como mucho bienales. Aquellos cuyo mandato haya expirado pueden seguir conservando la magistratura, pero han de ser nuevamente elegidos. La mayor parte de las elecciones se realizan en el Gran Consejo y por votación, que es el modo más igualitario e imparcial de sufragio. Ahora bien, las magistraturas más importantes ruedan perpetuamente entre pocas manos. Si fuese digno de dar consejo a un hombre que vaya a emprender el estudio de la política, le diría que tratase de comprender Venecia: aquel que entienda Venecia estará más cerca de juzgar correctamente (a pesar de las diferencias que hay en toda política) cualquier gobierno del mundo (145).

Harrington no da una respuesta explícita a la adivinanza, pero el lector puede descubrirla sin dificultad: incluso cuando las elecciones son libres y limpias, los electores tienden a votar repentinamente a los mismos individuos eminentes o a familias distinguidas. Harrington sugiere también que el impacto de esta misteriosa regla de la política se extiende más allá de Venecia.

Al limitar las intrigas entre los miembros del Gran Consejo, el sorteo contribuía a mantener una notable cohesión en el seno de la nobleza veneciana. Y no hay duda de que la cohesión fue una de las causas de la asombrosa estabilidad de la república. Mientras que otras ciudades-república italianas tuvieron rebeliones populares en las que los sectores de los estratos superiores de la población se aliaban con los inferiores, la poderosa unidad interna de la nobleza veneciana la capacitaba para excluir eficazmente del poder a las otras clases del poder evitando los alborotos que pudiesen socavar el statu quo.

La estabilidad de Venecia, las victorias de antaño contra los turcos, la riqueza y el florecimiento de las artes le daba un estatus casi mítico (il mito di Venezia) (146). La ciudad tenía también una reputación como paradigma de gobierno elegible. Esto fue lo que debió de suscitar que en cierto modo había una relación entre el éxito republicano y el empleo de la elección, impresión que quedaría reforzada además por el caso de la Roma antigua, otra república electiva y de duración. Entre tanto, la experiencia de Florencia mantenía viva la vieja idea ateniense de que efectuar sorteos era más igualitario que votar. La fracción de la población que gozaba de derechos políticos era casi tan reducida en Florencia como en Venecia, pero los republicanos florentinos percibían que, dentro de esos límites, el sorteo podía promover la igualdad en la distribución de cargos. Fueron las experiencias de estas repúblicas antiguas y contemporáneas lo que tenían en mente los pensadores políticos de los siglos XVII y XVIII cuando reflexionaron sobre la elección y el sorteo.

La teoría política de la elección y el sorteo en los siglos XVII y XVIII

Harrington

Harrington, el gran paladín del republicanismo bajo la protección de Cromwell, intuyó que Atenas fue llevada a la ruina porque, con su Consejo (boule) nombrado por el sorteo, la ciudad «carecía de aristocracia natural». Atenas fue imperfecta, escribe Harrington, «porque el Senado, elegido de un vez por sorteo, no por sufragio, cambia cada año en su totalidad, no en parte, y no estaba constituido por un aristocracia natural ni celebraba el suficiente número de sesiones para comprender o perfeccionar sus funciones, ni tenía suficiente autoridad para refrenar al pueblo de la perpetua turbulencia, de modo que acabó la ruina» (147). La misma teoría se repite en la prerrogativa del gobierno popular: el hecho de que el Consejo (o Senado) fuese elegido por sorteo privó a Atenas del «uso natural y necesario de una aristocracia» (148). La mente de Harrington no albergaba ninguna duda de que la elección, contrariamente al sorteo, seleccionaba élites preexistentes. Cuando se deja a los hombres en libertad, espontáneamente reconocen a los mejores de entre ellos:

Veinte hombre, si no son todos idiotas – y tal vez aunque lo sean – nunca pueden ponerse de acuerdo, pero habrá tal diferencia entre ellos que aproximadamente un tercio será más sabio o menos tonto que el resto. […] Una vez conocidos éstos aunque sea superficialmente, serán elegidos líderes del grupo (al igual que los ciervos con mayores cornamentas); mientras los seis, discutiendo y argumentando entre sí, muestran la eminencia de su talento, los catorce restantes descubren cosas en las que nunca habían pensado o se les aclaran diversas verdades que antes los dejaban perplejos (149).

El comentario aparece en un pasaje de la introducción a Oceana, en el que Harrington discute la elección de su senado ideal, pero se presenta como una característica general de la naturaleza humana. Presumiblemente, por tanto, Harrington lo consideraba aplicable a cualquier tipo de elección. El autor de Oceana aboga por el empleo de la elección porque permite el libre reconocimiento de la aristocracia natural.

Harrington rechazaba, pues, el uso del sorteo en la selección de los que ocupaban los cargos. Ahora bien, su nombre permanece asociado a la alabanza de la rotación en el cargo. Pocock, en particular, resalta la importancia de la idea de rotación en el pensamiento de Harrington, mostrando cómo refleja su atracción por el principio cardinal del humanismo de su naturaleza a través de su participación en la política (150).

Tradicionalmente, sin embargo, el principio de rotación estaba asociado a la práctica del sorteo. ¿Cómo pudo Harrington abogar por la elección y la rotación en los cargos si, como hemos visto, la libertad de elegir es también libertad de reelegir y, por ende, el principio electivo y el ideal de rotación están potencialmente en conflicto? Hemos de examinar más en profundidad los arreglos institucionales u «órdenes» en Oceana (151).

A nivel de parroquia (la menor de las subdivisiones del sistema de Harrington), los «ancianos» eligen cada año a un quinta parte de su número: «Las personas así elegidas son diputados de la parroquia por el período de un año a partir de su elección. No pueden estar en el cargo más de un año ni ser elegidos dos años consecutivos» (152). Todo anciano, supone Harrington, llega a ser, por tanto, diputado de su parroquia cada cinco años. En ese nivel, entonces, la rotación es completa, ya que todos los ancianos serán diputados por turno (153). No obstante, los diputados parroquiales eran meros electores de las asambleas superiores de Océana (el Senado y la Tribu de prerrogativa). Los diputados de las diversas parroquias se reunían en una asamblea, que Harrington llama la «galaxia», para elegir caballeros (miembros del Senado) y diputados (miembros de la Tribu de prerrogativa). A ese nivel, las regulaciones eran diferentes: «Un caballero, un diputado de la galaxia que hubiese cumplido su mandato de tres años, no debe ser reelegido para ésa u otra tribu hasta no haber cumplido una vacancia de tres años» (154). En otras palabras, nada evita que los miembros del Senado y los diputados sean elegidos una seria de veces; sólo se les prohíbe sucederse a sí mismo. Han de esperar hasta el fin del siguiente mandato legislativo para ser elegibles de nuevo. Dada la cantidad de diputados parroquiales y el tamaño de las asambleas que gobiernan Océana, la rotación no era, pues, necesariamente completa en el segundo nivel. Ciertos electores, delegados por las parroquias, podían no ser elegido nunca para el Senado o la Tribu de prerrogativa. No había en Océana arreglo comparable a la regla griega que prohibía a los ciudadanos ser miembros del boulê más de dos veces en su vida.

Harrington aclara aún más esta cuestión en un pasaje de Prerrogativa del gobierno popular (que escribió como defensa de Oceana). Establece una clara distinción entre dos tipos de rotación, la de los electores y la de las personas elegidas:

Esta rotación [electores en las asambleas nacionales], con su carácter anual, resulta quinquenal en relación al conjunto del pueblo, o como tal todo hombre tiene su turno en el poder de elección en un plazo de cinco años. Pero, aunque todo hombre pueda ser capaz de ser elector y tener su turno, no todos tendrán la capacidad de ser elegidos para magistraturas que son soberanas o desempeñan un papel principal en el conjunto de la comunidad, de modo que pueda ser seguro imponer la necesidad de que cualquier hombre acceda también a éstas por turno; pero basta con que cualquier hombre que sea capaz, a juicio y conciencia de su país, tome la oportunidad. Por lo cual, dependerá de la conciencia de los electores [constituidos según lo dicho] la determinación de quién ha de participar en la magistratura soberana o ser elegido, en la asamblea de una tribu, como miembro del Senado o de la Tribu de prerrogativa (155).

Las instituciones de Océana sin duda garantizan una cierta rotación en el Senado y en la Tribu de prerrogativa, puesto que sus miembros no podían cumplir dos mandatos consecutivos. Sin embargo, la rotación puede quedar limitada al restringido círculo de aquellos cuyo «juicio y conciencia» consideren los electores dignos para ocupar cargos.

En otro pasaje, Harrington escribe que «los parlamentarios de Océana pueden ocupar seis veces su magistratura en doce años a pesar de sus vacancias obligatorias» (156). El pasaje de La prerrogativa del gobierno popular citado anteriormente muestra que Harrington incluso deseaba explícitamente que así fuera. La rotación de Harrington es, pues, de dos tipos: rotación plena o absoluta entre los electores (todo ciudadanos es elector cada cinco años) y rotación limitada entre los elegidos, o sea, entre la aristocracia natural así reconocida por los electores. «El Senado y la Tribu de prerrogativa, o asamblea representativa del pueblo, siendo ambas de la misma constitución, suman cuatro mil líderes experimentados, preparados tras nuevas elecciones a asumir su liderato» (157). No hay, por tanto, en Harrington conflicto entre el principio de rotación y el electivo, ya que la rotación se aplica en términos absolutos únicamente a los electores, no a los elegidos (158).

Montesquieu, lector de Maquiavelo, Harrington y probablemente también de Guicciardini, establece un estrecho vínculo entre, de un lado, sorteo y democracia y elección y aristocracia, de otro. «La elección por sorteo [le suffrage par le sort] – escribe – es propia de la democracia, la designación por elección [le suffrage par choix] corresponde a la aristocracia. El sorteo es una forma de elección [une façon d´elire] que no ofende a nadie; permite a cada ciudadano una expectativa razonable de poder servir a su patria» (159). Lo primero a notar es la fortaleza del vínculo establecido entre los procedimientos de selección y los tipos de gobierno republicanos (160). El científico social en su búsqueda de «las relaciones necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas» postula como regla constante, universal, que a la democracia corresponde el sorteo y a la aristocracia la elección (161). No describe ambos métodos como parte de determinadas culturas o como resultado del «espíritu general»; proceden de la propia naturaleza de la democracia y de la aristocracia. Aún más, Montesquieu los ve como parte de las «leyes fundamentales» de la república (del mismo modo que la ampliación del derecho de voto, el carácter secreto o público del voto o hasta el reparto de los poderes legislativos) (162).

Hay que admitir que Montesquieu considera que el sorteo «aislado es incompleto» (163), prosigue, sin embargo, afirmando que su defecto más obvio (la posibilidad de elección de individuos incompetentes) puede ser corregido y que eso es lo que se disponen a hacer los más grandes legisladores. Luego Montesquieu pasa a efectuar un breve análisis del sorteo en Atenas, otorgando a Solón el mérito de haber compensado el sorteo con otros arreglos que evitan o reducen tan indeseable aspecto.

«Pero para corregir el sorteo – escribe Montesquieu – estableció [Solón] que sólo se pudiera elegir entre los que se presentasen, que el electo fuese examinado por los jueces y que cualquiera pudiera acusarle de indignidad para el cargo. Este sistema participaba a la vez de la suerte y de la elección. Cuando acababa el período de la magistratura, debía sufrir otro examen sobre su manera de proceder. De este modo los incapacitados para tales funciones sentirían una gran repugnancia a dar sus nombres para entrar en el sorteo» (164). La perspicacia histórica del análisis de Montesquieu es asombrosa. Mientras que historiadores posteriores (sobre todo Fustel de Coulanges) se preguntaban si en Atenas había una preselección de los nombres que iban a someterse a selección por sorteo, Montesquieu ya vio lo que las más recientes investigaciones científicas confirman, que los sorteos sólo se efectuaban entre los nombres de quienes se habían ofrecido para ello. Es más, comprendió que la combinación de la naturaleza voluntaria de la candidatura para la elección por sorteo con la perspectiva de sanciones tenía que conducir a la propia selección de los candidatos.

El sorteo tiene dos características que lo hacen necesario para la democracia. Ni humilla ni comporta ninguna desgracia para lo no seleccionados para las magistraturas («no ofende a nadie»), ya que saben que la suerte podía haberlos elegidos a ellos también.

Paralelamente, evita envidias y celos hacia los seleccionados. En una aristocracia, comenta Montesquieu, «La selección no debe ser por sorteo; ya que, de hacerlo así, no habría más que inconvenientes. En efecto, en un gobierno en el que ya existen las distinciones más dolorosas [les distinctions les plus affligeantes]. No se haría uno menos odioso al ser elegido por la suerte: en estas personas se envidia al noble y no al magistrado» (165). Por otro lado, el sorteo es acorde con lo que lo demócratas desean por encima de todo, la igualdad, porque da a todo ciudadano una posibilidad «razonable» de ejercer una función pública (166).

¿Significa esto que para Montesquieu la elección no da a todos una oportunidad «razonable» de ocupar un cargo? No es tan explícito sobre la naturaleza aristocrática de la elección como sobre las propiedades democráticas del sorteo. Tampoco parece conseguir explicar por qué las elecciones son aristocráticas. Ahora bien, algunas de sus observaciones referentes a la «designación por elección» sugieren claramente que las elecciones realmente elevan a las magistraturas a un determinado tipo de gente. La alabanza de Montesquieu de la «habilidad natural de la gente para distinguir los méritos» muestra, primero, cómo, al igual que Harrington, creía que el pueblo elige espontáneamente al verdaderamente superior (167). Además, los ejemplos citados en apoyo de esta teoría conducen a la conclusión de que Montesquieu no elabora una firme distinción entre la aristocracia natural basada exclusivamente en la actitud y los estratos superiores de la sociedad definidos por nacimiento, riqueza y prestigio.

Sabemos que en Roma, pese a que el pueblo se había concedido el derecho a que los plebeyos ocuparan cargos, no consiguió llegar a elegirlos; y si bien esto era posible en Atenas gracias a las leyes de Arístides, que autorizaban que los magistrados pudieran provenir de cualquier clase, Jenofonte nos recuerda que el pueblo nunca solicitó para sí las magistraturas que pudieran afectar a su seguridad o gloria (168).

«El pueblo – había escrito Montesquieu en un pasaje anterior – es admirable cuando realiza la elección de aquellos a quienes debe confiar parte de su autoridad, porque no tiene que tomar decisiones más que a propósito de cosas que no puede ignorar y de hechos evidentes» (169). Pero, echemos un vistazo a los ejemplos que cita para ilustrar la proposición: el soldado elegido general por sus éxitos en el campo de batalla; el juez que ha sido honesto y elevado a pretor por sus conciudadanos; el ciudadano elegido consejero por su «generosidad» o «riqueza». De nuevo estamos ante ejemplos de cualidades que llevan a elegir a una persona, que van desde méritos puramente personales (éxito en la guerra), pasando por una combinación de virtudes morales y de rango social (el celo, honestidad y autoridad de un juez justo), hasta algo que sencillamente puede ser heredado (riqueza). Montesquieu sostiene que el pueblo elige lo mejor, pero que lo mejor bien puede estar localizado en sus clases superiores.

Rousseau

En Del Contrato Social Rousseau relaciona también sorteo con democracia y elección con aristocracia. El sorteo y elección son los dos procedimientos que pueden ser utilizados para seleccionar el «Gobierno». Recordemos que en el vocabulario de Rousseau, «Gobierno» (también calificado como «príncipe») equivalen a poder ejecutivo. La legislación siempre permanece en manos del pueblo (el «Soberano»). En consecuencia, en ese nivel no hay selección. Sin embargo, para la selección de magistrados ejecutivos, hay que optar por un método de selección y otro. En un pasaje en el que aborda esta cuestión, Rousseau comienza citando a Montesquieu y manifiesta su acuerdo con la idea de que «la selección por sorteo es natural de la democracia». Añade, no obstante, que los motivos por los que es así no son los presentados por Montesquieu (prevención de la envidia, distribución igualitaria de los cargos).

Eso no son razones. Si se atiende a que la elección de los jefes [l´election des chefs] es una función del gobierno y no de la soberanía, se verá por qué la vía del sorteo está más en la naturaleza de la democracia, donde la administración es tanto mejor cuanto menos se multiplican los actos. En toda verdadera democracia, la magistratura no es una ventaja, sino una carga onerosa que no puede imponerse en justicia más a un particular que a otro. Sólo la ley puede imponer a esta carga a aquél sobre quien caiga el sorteo. Porque siendo entonces la condición igual para todos, y no dependiendo la elección de ninguna voluntad humana, no hay aplicación particular que altere la universalidad de la ley (170).

Este complicado razonamiento sólo deviene inteligible si se tiene en cuenta que toda la argumentación descansa sobre una noción clave que no se menciona explícitamente en el pasaje. Para Rousseau, la asignación de magistraturas («la elección de jefes»), sea por elección o sorteo, es una medida particular. La distribución de cargos atañe a individuos identificados por su nombre más que a la totalidad de los ciudadanos. No puede, por eso, ser algo que haga el pueblo en tanto que Soberano. En efecto, uno de los principios claves del Contrato Social es que el Soberano sólo puede actuar mediante leyes, o sea, mediante reglas generales que afecten a todos los ciudadanos por igual. Las medidas particulares son competencia del Gobierno. En consecuencia, si el pueblo nombra magistrados sólo lo puede realizar en su calidad de Gobierno («la selección de dirigentes es una función del Gobierno, no de la Soberanía») (171). Pero aquí se plantean dos problemas.

Primero, de acuerdo con Rousseau, la democracia queda definida precisamente por el hecho de que el pueblo es tanto el Soberano (como en cualquier sistema político legítimo) como el Gobierno: en democracia el pueblo elabora las leyes y las ejecuta.

Rousseau supone también que, aun ejerciendo el pueblo colectivamente el poder ejecutivo, las distintas magistraturas deben ser asignadas a individuos diferentes. Dada esa definición de democracia, puede parecer que la elección («elección por opción») está especialmente indicada para los regímenes democráticos, ya que en tales sistemas el pueblo también puede actuar qua Gobierno.

No es eso, sin embargo, lo que concluye Rousseau; en este punto introduce una argumentación diferente en su razonamiento. El ejercicio popular de las funciones legislativas y ejecutivas acarrea un riesgo mayor: las decisiones del pueblo en tanto que Soberano (las leyes) pueden quedar contaminadas por las visiones particulares que debe adoptar cuando actúa como Gobierno. «No es bueno que quien hace las leyes las ejecute – escribe Rousseau en su capítulo sobre la democracia – ni que el cuerpo del pueblo desvíe su atención de las miras generales a los objetos particulares» (172). Siendo el hombre menos que perfecto, ese peligro constituye un defecto mayor de la democracia. Es uno de los motivos por los que Rousseau concluye su capítulo sobre la democracia con sus palabras tan frecuentemente citadas: «Si hubiera un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres». Los dioses tendrían la capacidad de separar en sus mentes las visiones generales que han de mantener cuando actúan como Soberano de las particulares que deben adoptar como ejecutores de las leyes, y evitar la adulteración de las primeras por segundas, Pero eso va más allá de la capacidad humana. Por lo tanto, un gobierno democrático funciona mejor cuando el pueblo, que es, ante todo, el Soberano, tiene las menores ocasiones posibles de tomar decisiones particulares en tanto que Gobierno.

Por tal razón, Rousseau afirma en el pasaje antes citado que en democracia «las administraciones son mejores cuanto menores sean sus actos» (173). El sorteo resuelve entonces el primer problema.

Cuando los magistrados son elegidos por sorteo, el pueblo sólo tiene que tomar una decisión: ha de limitarse a establecer que los magistrados sean elegidos por sorteo. Claramente esa decisión es una regla general o ley, que, por tanto, puede aprobar en su calidad de Soberano. No se requieren más intervenciones particulares como Gobierno. Si, por otro lado, la democracia es electiva, el pueblo ha de intervenir dos veces: primero, para aprobar la ley que institucionaliza las elecciones y cómo han de llevarse a cabo y, luego, como Gobierno, con el fin de elegir a los magistrados.

Puede aducirse, siguiendo las líneas rousseaunianas, que en este caso. Su primera decisión correría el riesgo del verse influida por la perspectiva de la segunda: pueden, por ejemplo, diseñar la ley general electoral con el fin de hacer la elección de determinados individuos más o menos probable.

Pero hay también un segundo problema. Incluso suponiendo que en una democracia el pueblo logre no dejar que sus decisiones como Soberano se vean afectadas por las visiones particulares necesarias para gobernar, subsiste el hecho de que en la elección de magistrados influyan determinadas consideraciones de personalidad. Cuando los miembros del Gobierno (en este caso, todos los ciudadanos) se reparten entre ellos los cargos del gobierno, atribuyen cada cargo a un individuo concreto en vez de a otro (cada magistratura ha de ser «asignada a un individuo en vez de a otro»).

Incluso si tal distribución de magistraturas se realiza según los dictados de una ley general, invariablemente intervendrán cuestiones de personalidad entre la ley y la asignación de una función a una persona, haciendo surgir el riesgo de la parcialidad (174). A este respecto, el sorteo presenta una segunda ventaja: es una regla de distribución que no requiere ninguna otra decisión para ser aplicada en casos particulares. Si el reparto de cargos se realiza por sorteo, no hay margen para cualquier voluntad particular («no hay aplicación particular que altere la universalidad de la ley»). Las condiciones son entonces rigurosamente iguales para todos los miembros del Gobierno, ya que todos son iguales ante la ley que regula la distribución de magistraturas y porque es la misma ley la que, por así decir, les asigna los cargos particulares.

Así, ya se trate de limitar el número de ocasiones en las que el pueblo tenga que adoptar visiones particulares, o del riesgo de parcialidad en la distribución correcto en la democracia, puesto que reparte las magistraturas sin la intervención de voluntad particular alguna. Además, añade Rousseau, la condición de los ciudadanos en una democracia es tal que podemos descartar las objeciones al empleo del sorteo (la selección de ciudadanos incompetentes o indignos): «Las elecciones por sorteo [l´election pan sort] tendrían pocos inconvenientes en una verdadera democracia en la que siendo todo igual, tanto por las costumbres y los talentos, como por las máximas y las fortunas, la elección resultaría casi indiferente» (175).

Por contrario, a la aristocracia le convienen las elecciones. «En la aristocracia el Príncipe escoge al Príncipe, el Gobierno se conserva por sí mismo y es allí donde los sufragios tienen razón de ser» (176). En una aristocracia, la elección no presenta peligro, ya que, por definición, el órgano que efectúa la selección (el «Príncipe» o «Gobierno») no es el mismo que el que hace las leyes. Cuando un Gobierno elige magistrados entre sus números, puede recurrir a las elecciones, que necesariamente implican visiones e intenciones particulares. Aquí no hay riesgo de que esas visiones particulares afecten a la creación de leyes — en especial, la electoral — ya que en cualquier caso, la legislación está en otras manos. Una nota a pie de página de Rousseau confirma esta interpretación. En una aristocracia, señala, es vital que las reglas que rijan las elecciones sigan en manos del Soberano. «Es de gran importancia que las leyes [las decisiones del Soberano] deban regular la forma de la elección de magistrados, pues si se deja en manos del Príncipe [el gobierno], es imposible evitar caer en la aristocracia hereditaria» (177). Si los que tienen el poder de elegir magistrados tienen también el de decidir cómo se han de elegir, optarán por el método más favorable para sus intereses, en este caso, el hereditario. Por otro lado, la aristocracia es el sistema en el que las diferencias y distinciones entre ciudadanos se pueden manifestar libremente. Y esas diferencias pueden ser utilizadas con fines políticos.

Además de la ventaja de la distinción de los dos poderes [«Soberano» y «Gobierno»], [la aristocracia] tiene la de la elección de sus miembros; pues en el gobierno popular todos los ciudadanos nacen magistrados, pero éste [la aristocracia] los limita a un pequeño número, y no se convierten en ello sino por elección; medio por el cual la probidad, las luces, la experiencia y todas las demás razones de preferencia y de estima pública, son otras tantas nuevas garantías de que uno será sabiamente gobernado (178).

La aristocracia electiva es la mejor forma de gobierno porque en ella es posible hacer un uso político de las diferencias de talentos y méritos (179).

Mientras que la discusión de Montesquieu en torno al sorteo en Del Espíritu de las Leyes es notable por su perspicacia histórica, lo que destaca en Del Contrato Social de Rousseau es el rigor en la argumentación. En realidad, Rousseau consideraba que la exposición de Montesquieu de las propiedades democráticas del sorteo, aunque fundamentalmente acertada, estaba mal argumentada. Su propia relación, sin embargo, pese a toda su sutil e impecable lógica, se debe más a las definiciones y principios idiosincráticos establecidos en Del Contrato Social que al análisis histórico. Cabe señalar que, dada su complejidad, el razonamiento preciso mediante el cual Rousseau relacionaba el sorteo con la democracia, probablemente ejerciera una influencia limitada sobre los agentes políticos. Puede que así sea, pero la importancia radica en otro sitio.

Lo primero que hay que indicar es que, al menos en 1762, cualquier pensador que se dispusiese a presentar «Los principios del derecho político» (como estaba subtitulado Del Contrato Social) buscaría algún espacio para referirse al sorteo en su teoría política. Tanto Montesquieu como Rousseau eran plenamente conscientes de que el sorteo puede seleccionar a incompetentes, que es lo que hoy nos choca y es lo que explica que ni siquiera pensemos en atribuir funciones públicas por sorteo. Ambos autores percibieron, sin embargo, que el sorteo goza también de otras propiedades o méritos que, como mínimo, hacen que sea una alternativa merecedora de serias consideraciones y quizá justificase intentar remediar sus obvios defectos mediante otras instituciones.

El otro hecho notable es que autores políticos del calibre de Harrington, Montesquieu y Rousseau presentasen, cada uno a su modo y manera, la misma proposición; a saber, que la elección es aristocrática por naturaleza, mientras que el sorteo es el procedimiento de elección democrática par excellence. Cuando se diseñó el sistema representativo, el sorteo no sólo no desapareció del horizonte teórico, sino que existía también una doctrina comúnmente aceptada entre las autoridades intelectuales respecto a las propiedades comparativas de sorteo y elección.

Pero apenas una generación después Del Espíritu de las Leyes y Del Contrato Social, la idea de atribuir funciones públicas por sorteo había desaparecido casi sin dejar huella. Durante las revoluciones americana y francesa, nunca fue objeto de seria consideración. A la vez que los padres fundadores declaraban la igualdad entre todos los ciudadanos, optaban, sin la mínima vacilación, en ambos lados del Atlántico por el dominio sin reservas de un método de selección considerado durante mucho tiempo como aristocrático. Nuestro estudio en profundidad de la historia y teoría del republicanismo revela, por tanto, la repentina pero silenciosa desaparición de una vieja idea y una paradoja que hasta ahora había pasado inadvertida.

El triunfo de la elección: Consentir el poder en lugar de ocupar cargos

Es en efecto asombrosa, a la luz de la tradición republicana y de todas las teorías que ha generado, la ausencia absoluta de debate durante los primeros años del gobierno representativo en torno al uso del sorteo para atribuir el poder. Los fundadores del sistema representativo no intentaron averiguar qué otras instituciones se podían emplear en combinación con el sorteo para tratar de corregir sus claros efectos indeseables. Jamás se llego a considerar tampoco una criba preliminar, siguiendo el modelo del squittinio florentino, destinada a obviar la selección de los individuos notoriamente ineptos. Se puede aducir también que el sorteo no da por sí mismo control a los ciudadanos sobre lo que hacen los magistrados una vez en el cargo. Aunque una combinación de un procedimiento de rendición de cuentas con sanciones hubiese proporcionado alguna forma de control popular sobre las decisiones de los magistrados, semejante solución tampoco fue discutida nunca. No es, desde luego, sorprendente que los fundadores del gobierno representativo no considerasen elegir gobernantes dotados de libertad de acción sorteando entre toda la población. Lo que sí sorprende es que el uso del sorteo, aun en combinación con otras instituciones, no recibiese ninguna atención seria.

El sorteo no estaba, sin embargo, olvidado del todo. Podemos hallar menciones ocasionales del sorteo en los escritos y discursos de ciertos personajes políticos. Durante los debates para dar forma a la Constitución de los Estados Unidos James Wilson, por ejemplo, sugirió que el presidente de los Estados Unidos fuese elegido por un colegio de electores, que a su vez fuese seleccionado por sorteo entre los miembros del Congreso. La propuesta de Wilson se basaba explícitamente en el modelo veneciano y estaba destinada a evitar intrigas en la elección del presidente (180), pero no suscitó ninguna discusión y fue rechazada casi de inmediato. En Francia, unos pocos revolucionarios (Siéyès, antes de la revolución, y Lanthenas en 1792) pensaron en una combinación de sorteo y elección. Y en 1793, un miembro de la Convención francesa, Montgilbert, sugirió reemplazar la elección por el sorteo con el argumento de que éste es más igualitario (181). No obstante, ninguna de las sugerencias fue objeto de debates de importancia en las asambleas de la Francia revolucionaria. En 1795, lo termidorianos decidieron que la distribución de los asientos en las asambleas representativas (los Cinq Cents y los Anciens) fuese determinada por sorteo (182). Con la medida se pretendía evitar la formación de bloques, en su sentido más físico. El sorteo se asociaba todavía a la formación de facciones, pero, obviamente, en menor grado. En cualquier caso, la regla nunca fue observada.

Los revolucionarios invocaron la autoridad de Harrington, Montesquieu y Rousseau y meditaron acerca de la historia de las repúblicas anteriores. Sin embargo, parece ser que, ni en Inglaterra, ni en América ni en Francia, nadie llegó a considerar seriamente la posibilidad de asignar alguna función pública por sorteo (183). Cabe señalar que John Adams, por ejemplo, uno de los padres fundadores con más lecturas históricas, no consideró nunca la posibilidad de la selección por sorteo, ni siquiera con el fin de rechazarla (184). En los largos capítulos descriptivos dedicados a Atenas y Florencia en su Defensa de las constituciones de gobierno de los Estados Unidos de América, Adams indica brevemente que en esas ciudades se elegía por sorteo a los magistrados, pero no reflexiona sobre la materia. Cuando se crearon los sistemas representativos, este método de elegir gobernantes no entraba en el abanico de las posibilidades concebibles. Simplemente, no se le ocurrió a nadie. Lo acontecido durante los dos últimos siglos, al menos hasta la fecha, viene a sugerir que ha desaparecido para siempre.

Para explicar tan notable, aunque raramente advertido fenómeno, la idea que primero viene a la cabeza es que la elección de gobernantes por sorteo se ha vuelto «impracticable» en los grandes estados modernos (185). Se puede aducir también que el sorteo «presupone» condiciones de posibilidad que ya no se obtienen en los estados en los que se inventó el gobierno representativo. Patrice Guéniffey, por ejemplo, reconoce que el sorteo puede crear una sensación de deber político en pequeñas comunidades en las que los miembros se conozcan entre sí, que, argumenta, es «un prerrequisito indispensable para aceptar una decisión en la que no se ha tenido parte o sólo parte indirecta» (186). La elección también requiere, prosigue el autor citado, que las funciones políticas sean simples y no necesiten especial competencia. Por último, Guéniffey sostiene que para que sea posible elegir gobernantes al azar, debe «preexistir» igualdad de circunstancias y cultura «entre los miembros del cuerpo político para que el seleccionado pueda ser cualquiera de ellos indistintamente» (187).

Estos comentarios contienen algo de verdad, pero son incompletos por oscurecer el elemento de contingencia y opción presente en todo acontecimiento histórico y que, ciertamente, tuvieron su parte en el triunfo de la elección sobre el sorteo. En primer lugar — y este argumento ya se ha presentado antes, pero merece ser repetido —, el sorteo no era del todo impracticable. En algunos casos, como en Inglaterra, el tamaño del electorado no era tan grande como algunos pueden pensar. Se ha calculado, por ejemplo, que en 1754, el electorado completo de Inglaterra y Gales era de 280.000 personas (de una población de unos ocho millones de habitantes) (188). No había ningún obstáculo práctico para establecer un procedimiento de pasos sucesivos: los sorteos se podían efectuar primero en pequeños distritos y luego entre los seleccionados en la primera fase. Es aún más notable que nadie pensase en la utilización del sorteo con fines locales. Las ciudades e incluso los condados de los siglos XVII y XVIII no podían ser mucho más grandes y populosos que la antigua Atica o la Florencia renacentista. Las funciones políticas locales, cabe presumir, no presentaban un alto grado de complejidad; ahora bien, ni los revolucionarios americanos ni los franceses contemplaron siquiera asignar cargos locales por sorteo. Al parecer, ni en las ciudades de Nueva Inglaterra (que luego serían presentadas por Tocqueville como modelo de democracia directa), nunca se eligió a los funcionarios municipales por sorteo; siempre eran escogidos por elección (189). En esas pequeñas ciudades con poblaciones homogéneas y funciones limitadas, donde los asuntos comunes eran discutidos por todos los ciudadanos en reuniones ciudadanas anuales, las condiciones debían de ser muy similares a las que ahora se presentan como necesarias para el uso del sorteo. La diferencia entre las ciudades-república de la Italia del Renacimiento y las de la Nueva Inglaterra colonial y revolucionaria no estaba en las circunstancias externas, sino en la creencia sobre lo que daba legitimidad a una autoridad colectiva.

Es bien cierto que los políticos de los siglos XVII y XXIII no consideraron la posibilidad de elegir gobernantes por sorteo. El único medio parecía su elección, como lo muestra la total ausencia de dudas sobre cuál de los dos métodos se debía emplear. Pero ello no se debe exactamente a circunstancias externas. El sorteo se consideró manifiestamente inapropiado, dados los objetivos que los agentes trataban de lograr y las creencias dominantes sobre la legitimidad política. Así que, cualquiera que fuese el papel desempeñado por las circunstancias en el eclipse del sorteo y el triunfo de la elección, hemos de inquirir acerca de qué creencias y valores intervinieron en ello. Como no hubo debate explícito alguno entre los fundadores del gobierno representativo sobre las virtudes relativas de los dos procedimientos, nuestra argumentación inevitablemente se apoyará en ciertas conjeturas. El único planteamiento posible es comparar ambos métodos con ideas de cuya fortaleza da testimonio la cultura política de los siglos XVII y XVIII. Esto nos permitirá determinar qué tipo de motivaciones pudieron haber llevado a los protagonistas a adoptar la elección como el rumbo evidente.

Había, en efecto, una idea a cuya luz los respectivos méritos de sorteo y elección tuvieron que parecer bastante diferentes y desiguales; a saber, el principio de que toda autoridad legítima procede del consentimiento general de aquellos sobre los que va ejercerse; en otras palabras, que los individuos sólo están obligados por lo que han consentido. Las tres revoluciones modernas se realizaron en el nombre de este principio. El hecho está suficientemente demostrado, por lo que no es preciso enumerar las pruebas con detalle (190). Veamos algunos ejemplos ilustrativos. En los debates de Putney (octubre de 1647) entre el ala radical y conservadora del ejército de Cromwell, que constituye uno de los documentos más notables sobre las creencias de los revolucionarios ingleses, el portavoz de los Levellers, Rainsborough, declara: «Todo hombre que vaya a vivir bajo un gobierno debe primero consentir en someterse a tal gobierno; no pienso que el hombre más pobre de Inglaterra esté atado en el sentido estricto a ese gobierno que él no ha elegido». En respuesta, Ireton, principal orador del grupo más conservador, no discutió el principio del consentimiento, pero argumentó que el derecho de consentir lo tenían sólo «quienes estableciesen sus intereses de modo permanente en este reino» (191). Ciento treinta años después, la Declaración de Independencia Americana comenzaba con las palabras: «Consideramos verdades evidentes que todos los hombres han sido creados iguales, que están dotados por el Creador de determinados derechos inalienables y que entre éstos están el derecho a la vida, la libertad y a la búsqueda de la felicidad; que para asegurar esos derechos, se instituyen gobiernos entre los hombres, derivando sus poderes del consentimiento de los gobernados» (192). Por último, en Francia, un personaje clave de los primeros meses de la Revolución, Thouret, publica, a principios de agosto de 1789, el borrador de una declaración de derechos que incluye el artículo siguiente: «Todos los ciudadanos tienen el derecho a participar, individualmente o a través de sus representantes, en la formación de las leyes y someterse sólo a aquellas en las que hayan consentido libremente» (193).

Esta creencia de que el consentimiento constituye la única fuente de autoridad legítima y la base de la obligación política fue compartida por todos los teóricos del derecho natural, desde Grocio a Rousseau, incluyendo a Hobbes, Pufendorf y Locke. También esto está suficientemente establecido y podemos limitarnos a un único ejemplo. Está tomado de Locke, la autoridad intelectual que gozó del mayor ascendiente en Inglaterra, América y Francia (194). En su Segundo tratado sobre el gobierno, Locke escribe: «Al ser los hombres, como ya se ha dicho, todos libres por naturaleza, iguales e independientes, ninguno puede ser sacado de esa condición y puesto bajo el poder político de otro sin su propio consentimiento». Añade: «Así, lo que origina y de hecho constituye una sociedad política cualquiera, no es otra cosa que el consentimiento de una pluralidad de hombres libres que aceptan la regla de la mayoría y que acuerdan unirse e incorporarse a dicha sociedad. Eso es, y solamente eso, lo que pudo dar origen a los gobiernos legales del mundo» (195).

Una vez que la fuente del poder y la fundación de la obligación política se ha ubicado así en el consentimiento o voluntad de los gobernados, sorteo y elección aparecen bajo una luz completamente diferente. Se interprete como se interprete el sorteo o sean cuales sean sus otras propiedades, no es posible percibirlo como una expresión del consentimiento. Se puede, por supuesto, establecer un sistema en el que el pueblo consiente en que sus dirigentes sean designados por sorteo. Con un arreglo así, el poder de los elegidos para los cargos en un determinado momento se basaría finalmente en el consentimiento de los gobernados. En este caso, sin embargo, la legitimación por consentimiento sólo sería indirecta: la legitimidad de cualquier resultado particular derivaría exclusivamente del consentimiento en el procedimiento de selección. En un sistema basado en el sorteo, incluso en el que el pueblo haya acordado emplear este método, las personas que puedan ser seleccionadas no son elevados al poder por la voluntad de aquellos sobre los que ejercerán su autoridad; no son elevados al poder por nadie. En los sistemas electivos, por el contrario, el consentimiento del pueblo es reiterado constantemente. No sólo acuerda el pueblo el método de selección — cuando decide hacer uso de las elecciones —, sino que también otorga su consentimiento en cada resultado particular — cuando elige. Si el objetivo es constituir el poder y la obligación política sobre el consentimiento, entonces obviamente las elecciones son un método mucho más seguro que el sorteo. Seleccionan a las personas que ocuparán cargos (igual que lo haría el sorteo), pero a la vez legitiman su poder y crean en los votantes una sensación de obligación y compromiso hacia quienes han designado. Hay motivos para creer que esta visión del fundamento de la legitimidad y la obligación política fue lo que condujo al eclipse del sorteo y al triunfo de la elección.

El vínculo entre elección y consentimiento no fue, en realidad, una novedad absoluta cuando se estableció el gobierno representativo. Tampoco fue intención de los teóricos modernos del derecho natural mantener que lo que obliga a todos debía ser consentido por todos. La expresión del consentimiento mediante la elección ya se había manifestado como modo efectivo de generar una sensación de deber entre la población. La convocatoria de representantes electos con el propósito de fomentar esa sensación, sobre todo en lo relativo a los impuestos, se empleó con éxito durante varios siglos. Las «asambleas de los estados» y los «estados generales» de la Edad Media (y de la época moderna) se basaban en este principio. Algunos historiadores hacen hincapié en las diferencias entre las «asambleas de los estados» medievales y las asambleas representativas que se convirtieron en el locus del poder tras las tres grandes revoluciones. Las diferencias son realmente sustanciales. Pero no deben oscurecer los elementos de continuidad. El hecho es que el parlamento inglés posterior a las revoluciones de 1641 y de 1688 era también descendiente del parlamento de la «antigua constitución», y así era considerado. Las colonias americanas, asimismo, habían tenido experiencia con asambleas representativas elegidas y el lema de la revolución de 1776 («ninguna tributación sin representación») da testimonió de la persistencia de la antigua creencia de que la convocatoria de representantes electos era la única vía legítima de imponer impuestos. Puede que en Francia la ruptura fuese más abrupta, aunque fue una crisis financiera lo que llevó a la monarquía a convocar los estados generales, reviviendo una institución de la que se sabía que era eficaz para crear sensación de obligación. Hay además buenas razones para creer que las técnicas electorales empleadas por los gobiernos representativos tuvieron sus orígenes en las elecciones medievales, tanto las de las «asambleas de los estados» como las practicadas por la Iglesia (más que, por ejemplo, las elecciones en la república de Roma) (196).

En la Edad Media, el uso de la elección iba acompañado de la invocación de un principio que, según todas las pruebas, afectó crucialmente a la historia de las instituciones occidentales. Se trataba del principio de origen romano: Quod omnes tangit, ab omnihus tractari et approbari debet («lo que a todos afecta, debe ser tratado y aprobado por todos»). Tras el resurgimiento del derecho romano en el siglo XII, tanto los legisladores civiles como los canonistas difundieron este principio, aunque reinterpretándolo y aplicándolo a cuestiones públicas, mientras que en Roma era aplicado en derecho privado (197). Eduardo I invocó el principio QOT en su orden de convocatoria del parlamento inglés en 1295, pero investigaciones recientes han demostrado que a finales del siglo XIII la frase ya estaba muy extendida. También el rey francés Felipe IV empleó la expresión cuando convocó los estados generales en 1302, como el emperador Federico II cuando invitó a las ciudades de la Toscana a enviar delegados plenipotenciarios (nuntii) (198). Los papas Honorio III e Inocencio III hicieron asimismo bastante frecuente uso de ella. Se debe mencionar que las autoridades que así convocaban las elecciones de representantes insistían habitualmente en que fueran investidos de plenos poderes (plenipotentiarii), al objeto de que los electores se considerasen obligados con las decisiones de los elegidos, independientemente de qué decisiones fuesen. La implicación de la voluntad y el consentimiento de los gobernados en la selección de los delegados daban a las resoluciones de las asambleas representativas una fuerza vinculante de la que carecerían los individuos seleccionados por sorteo. Una vez que los delegados otorgaban su consentimiento a medidas o impuestos particulares, el rey, papa o emperador podía dirigirse al pueblo y decir: «Habéis consentido en que los representantes hablen en vuestro nombre; ahora debéis cumplir con lo aprobado». Había algo en la elección similar a una promesa de obediencia.

La invocación del principio del QOT no suponía que se considerase el consentimiento de los gobernados como única o principal fuente de legitimidad, lo que supone una diferencia básica con las asambleas representativas modernas. Más bien significaba que un deseo de «arriba» tenía que lograr la aprobación de «abajo» para convertirse en una directiva legítima que generara obligación (199). Tampoco acompañaba al principio ninguna idea de elección entre candidatos por parte del pueblo o de propuestas de la asamblea. Se trataba más bien de pedir al pueblo que pusiese el sello de aprobación a lo propuesto por las autoridades (civiles o eclesiásticas). A menudo la aprobación adoptaba la forma de mera «aclamación» (200). Pero aun así, el principio, al menos en teoría, implicaba que la aprobación podía ser negada. El repetido uso de la formula QOT contribuyó indudablemente a propagar y establecer la creencia de que el consentimiento de los gobernados era fuente de legitimidad y aprobación política.

En este punto, debemos abrir un breve paréntesis. En ocasiones se ha sostenido que la Iglesia tomó la iniciativa de poner fin a la práctica del sorteo al prohibirlo en el nombramiento de obispos y abades cuando el procedimiento todavía seguía en vigor en las ciudades-república italianas (201). Es cierto que Honorio III, en un decreto promulgado en 1223 (Ecclesia Vestra, dirigida a la capilla de Lucca), prohibió el empleo del sorteo en los nombramientos eclesiásticos (202). El sorteo se había empleado con anterioridad para cubrir cargos episcopales (203). Sin embargo, se entendía como manifestación de la voluntad divina. Y fue el uso del sorteo como apelación a la Divina Providencia lo que prohibió la Ecclesia Vestra. El decreto se puede hallar en el Liber Extra, bajo el encabezamiento De sortilegiis (de sortilegios) (título XXI) entre las prohibiciones de otras prácticas adivinatorias consideradas supersticiosas. La Iglesia no manifestó, por tanto, objeciones a la utilización puramente secular del sorteo o cuando no se le daba significado sobrenatural. En la Summa Theologiae (204), en una detallada argumentación (que no merece ser explicitada aquí), Tomás de Aquino distingue entre una serie de posibles usos del sorteo: sorteo distributivo (sors divisoria), sorteo consultivo (sors consultoria) y sorteo adivinatorio (sors divinatoria). Lo importante, de acuerdo con Aquino, es que el uso distributivo del sorteo para asignar «posesiones, honores o dignidades» no constituye pecado. Si el resultado del sorteo es considerado como mero producto de la suerte (fortuna), no hay mal en recurrir a él «a no ser que sea por vicio de vanidad [nisi forte vitium vanitatis]. Así que no cabe duda de que la Iglesia no se opusiera al empleo del sorteo para asignar cargos, siempre y cuando no se diese ningún significado religioso al procedimiento. Esto explica, de hecho, por qué las tan católicas repúblicas italianas siguieron empleando el sorteo tras la Ecclesia Vestra sin que la práctica provocase ninguna controversia con las autoridades eclesiásticas. Si la Iglesia medieval contribuyó al declive del uso político del sorteo fue porque propagaba el principio del consentimiento, no porque prohibiera la asignación de «dignidades» por sorteo.

Los autores de los siglos XVII y XVIII familiarizados con la historia de las repúblicas eran conscientes de que el nombramiento de representantes por elección se debía más a la tradición feudal que a la republicana. En esto coinciden también Harrington, Montesquieu y Rousseau. Comentando el uso del sorteo para la elección de la centuria con prerrogativa en Roma, Harrington escribe: «Sin embargo, la prudencia germánica, en su política del tercer estadio [fase histórica], conduce toda ella hacia la selección de un representante por sufragio del pueblo [elección]» (205). Harrington, pese a todo su republicanismo, prefería la elección al sorteo (como hemos visto). Por tanto, la elección era probablemente el único principio de la «prudencia germánica» que debía ser conservado en un esquema totalmente orientado al renacimiento de los principios de la «antigua prudencia». La célebre frase de Montesquieu sobre los orígenes del gobierno inglés apuntan en la misma dirección: «Este maravilloso sistema fue inventado en los bosques», los bosques de Germania, donde también nacieron las costumbres «godas» y el sistema feudal (206). Finalmente, sería erróneo leer sólo invectivas en el bien conocido pasaje del Contrato social: «La idea de los representantes es moderna: nos viene del poder feudal, de ese inicuo y absurdo gobierno en el que la especie humana queda degradada, y en el que el nombre de hombre es un deshonor. En las antiguas repúblicas, e incluso en las monarquías, jamás tuvo el pueblo representantes» (207). La expresión «nombre de hombre», hace referencia, con impresionante, aunque implícita, exactitud histórica, al juramento feudal por el que el vasallo se convertía en «hombre» del señor al prorneterle lealtad. Según Rousseau, era un deshonor para la raza humana asociar su nombre con un acto de subordinación.

Cuando se estableció el gobierno representativo, la tradición medieval y las teorías modernas del derecho natural convergieron para hacer del consentimiento y la voluntad de los gobernados la única fuente de legitimidad y obligación política. En una situación así, la elección se presenta como el método obvio para conferir el poder. A la par, sin embargo, la cuestión de la legitimidad oscurecía (o al menos relegaba a un segundo plano) el problema de la justicia distributiva en la asignación de las funciones políticas. De ahí que dejase de importar si los cargos públicos eran distribuidos en pie de igualdad entre los ciudadanos. Era mucho más importante que los que tuvieran cargos lo hicieran con el consentimiento del resto. Lo que hacía aceptable el resultado, cualquiera que éste fuese, era el modo de distribuir el poder. Evidentemente, la preocupación por la justicia distributiva nunca ha desaparecido del todo. Pero la elección como método para conferir el poder era considerada notablemente más justa y más igualitaria que el principio que había estado en vigencia, es decir, la herencia. Comparado con el abismo que separaba a la herencia de la elección, las diferencias entre los efectos distributivos de los dos procedimientos no hereditarios (sorteo y elección) parecían insignificantes. Dado que en otros aspectos la idea de legitimidad daba clara preferencia a uno de los dos métodos no hereditarios, es comprensible que hasta los revolucionarios más igualitaristas nunca contemplasen seriamente la introducción del sorteo. Los dirigentes instruidos, ya fuesen conservadores o radicales, eran perfectamente conscientes de las diferencias entre los distintos efectos distributivos del sorteo y la elección. Pero éstos no consiguieron suscitar controversia, porque los conservadores estaban (secretamente o no) bastante satisfechos con ello y los radicales demasiado ligados al principio del consentimiento como para defender el sorteo.

Hay que reconocer que las circunstancias externas también contribuyeron a relegar a un segundo plano el problema de la justicia distributiva en la asignación de cargos. En los grandes estados de los siglos XVII y XIII, la verdadera proporción entre el número de cargos a ser cubiertos y el tamaño del cuerpo ciudadano implicaba, en efecto, que cualquiera que fuera el método de selección, los ciudadanos sólo tenían mínimas posibilidades de alcanzar esas posiciones. Queda el hecho, sin embargo, de tener razón Aristóteles, Guicciardini o Montesquieu, que el sorteo hubiese distribuido por igual esa ínfima probabilidad, mientras que la elección no lo haría en pie de igualdad. Puede sostenerse también, que siendo la probabilidad tan baja, la distribución de cargos devino en un problema menos acuciante y menos urgente políticamente, ya que los beneficios eran menores que en la Atenas del siglo V y la Florencia del XV, incluso presuponiendo que el valor que se otorgaba a la ocupación de un cargo fuese el mismo en cada caso. Es bien cierto que desde el punto de vista de un ciudadano del siglo XIII, no importaba mucho si sus posibilidades eran ligeramente menores o mayores que las de sus conciudadanos (ya que en todo caso eran reducidas). De ahí no se concluye, sin embargo, que la diferencia en la distribución lograda con uno u otro de los métodos fuese irrelevante.

No es, por ejemplo, algo irrelevante que en una asamblea gobernante haya más agricultores que abogados, aunque sea una cuestión de relativa indiferencia para cada agricultor individual que un abogado tenga más posibilidades que él de ingresar en la asamblea.

Cualquiera que fuese el papel respectivo desempeñado por las circunstancias y creencias, cuando se creó el gobierno representativo, la preocupación por la igualdad en la distribución de cargos fue relegada al fondo. Aquí se encuentra la solución a la paradoja ya mencionada de que un método, del que se sabía que distribuía los cargos de forma menos igualitaria que el sorteo (la elección), prevaleciese sin debates o reservas, en el momento preciso en el que se declaró la igualdad política entre los ciudadanos. Cuando surgió el gobierno representativo, el tipo de igualdad política que estaba en el candelero era el de la igualdad de derechos a consentir el poder, no — o en mucha menor medida — la igualdad de oportunidades de obtener un cargo. Ello supone que había emergido una nueva concepción de la ciudadanía: ahora los ciudadanos se consideraban ante todo fuente de legitimidad política, más que personas deseosas de ocupar un cargo.

Percibir este cambio abre una nueva perspectiva acerca de la naturaleza del gobierno representativo. Doscientos años después de que se crease la representación política moderna, considerar a los ciudadanos fuente del poder y susceptibles de ocupar cargos nos parece una forma natural de contemplar la ciudadanía. No sólo compartimos el punto de vista que prevalecía a finales del siglo XIII, sino que ya no somos conscientes de que estamos dando preferencia a una concepción particular de la ciudadanía sobre otra. Hemos olvidado casi por completo que, incluso en unas circunstancias en las que no es posible para todas las participaciones en el gobierno, los ciudadanos pueden verse también como deseoso de alcanzar un cargo. No nos planteamos siquiera, por lo tanto, el examen relativo a cómo las instituciones representativas distribuyen los cargos, considerados como bienes escasos, entre los ciudadanos. La historia del triunfo de la elección sugiere que, si así lo hiciéramos, profundizaríamos en nuestra comprensión del gobierno representativo.

Notas

86 El primer dogo fue nombrado en el 697.

87 En una obra que desde entonces se ha convertido en clásica, John Pocock muestra los vínculos entre la tradición republicana revitalizada en tempos del Renacimiento italiano y los debates políticos ingleses y estadounidenses en el XVII y XVIII. Véase J. G. A. Pocock (1975): The Machiavellian Moment, Princeton University Press.

88 Rousseau fue secretario del conde Montaigu, el embajador de Francia en Venecia, desde septiembre de 1743 hasta agosto de 1744. En calidad de tal escribió una serie de despachos diplomáticos. Véase J.-J. Rousseau (1964): «Dépêches de Venise», en Oeuvres Complètes, vol. III, París, Gallimard, pp. 1045- 1234.

89 J.-J. Rousseau, Del contrato social, libro II, capítulo 6 [ed.cast.: Madrid, Alianza Editorial, 1990.]

90 Polibio, Historias, VI, capítulo 10, 1-14 y capítulos 11-18 [ed. Cast.: Madrid, Gredos, 1983].

91 Véase Claude Nicolet (1978): Le métier de citoyen dans la Rome antique, París, Gallimard, pp. 282-8.

92 Nicolás Maquiavelo, Discurso sobre la primera década de Tito Livio, libro I, 2 [ed. cast.: Madrid, Alianza Editorial, 1987].

93 Sobre la historia de la idea de la constitución mixta, la mejor obra actual es W. Nippel (1980): Mischverfassungtheorie und Verfassungsrealität in Antike und früher Neuzeit, Stuttgart, Klett-Cotta.

94 Se consideraba que cada centuria debía efectuar la misma aportación a la vida de la ciudad: cada una tenía que proporcionar el mismo número de hombres cuando se reclutaba un ejército, pagar la misma cantidad de impuestos y contribuir con la misma cantidad a las asambleas políticas (cada una tenía un voto). Véase C. Nicolet (1979): Rome et la conquête du monde méditerranéen, 264-227 a.C., volumen I, Les structures de l’Italie romaine, París, Presses Universitaires de France, p.342.

95 C. Nicolet, Le métier de citoyen dans la Rome antique; p.345; en la edición inglesa, pp.254-5.

96 Sobre la organización y procedimiento de la comitia del pueblo romano en general, véase L. Ross Taylor (1966) : Roman Voting Assemblies fron the Hannibalic War to the Dictatorship of Caesar, Ann Arbor, University of Michigan Press. Véase igualmente E. S. Staveley (1972) : Greek and Roman Voting, Ithaca, Cornell University Press ; C. Nicolet, Le métier de citoyen dans la Rome antique, capítulo 7, y Rome et la conquête du monde méditerranéen. Capitulo 9.

97 De ahí su nombre «centuria con prerrogativa», del latín praerogare, llamar primero. Este es, por supuesto, el origen de la noción y palabra prerrogativa en español y en otras lenguas.

98 Christian Meier da un considerable énfasis a este punto en su estudio titulado «Praerogativa Centuria» en Paulys Realencyclopädie der Klassischen Altertumswissenschaft suplemento VIII, Múnich, Alfref Druckenmuller Verlag, 1980, pp. 568-98 ; sobre este punto concreto, véanse las pp. 595-6. Parece ser que la calidad religiosa del voto de la centuria con prerrogativa es confirmado con seguridad por las fuentes y reconocidos por todos los historiadores modernos. Véase, por ejemplo, Taylor, Roman Voting Assemblies, pp. 70-4; Nicolet, Le métier de citoyen dans la Rome Antique, pp.348, 355.

99 Son ejemplos Meier en su «Praerogativa Centuria», pp. 583-4, y Staveley, Greek and Roman Voting, p.155.

100 Un ejemplo es Nicolet, quien señala que la centuria con prerrogativa era objeto de ligeras diferencias de interpretación entre los propios autores romanos. Estas interpretaciones, sin embargo, coinciden en una cosa, en que el voto inicial emitido por la centuria con prerrogativa tenía efecto unificador en la asamblea. Véase Nicolet, Le métier de citoyen dans la Rome Antique, p. 355.

101 Véase Meier, «Praerogativa Centuria», p.584.

102 En Staveley, Greek and Roman Voting, p. 155, se resalta en particular el efecto unificador de la neutralidad del sorteo

103 C. Nicolet, Le métier de citoyen dans la Rome Antique, pp. 383-4.

104 Sobre los municipios italianos en general, véase Daniel Waley (1988): The Italian City Republics, tercera edición, Londres, Longman.

105 Ibid, p.37.

106 Ésta es la interpretación general que presenta Pocock en su libro, The Machiavellian Moment, passim.

107 Waley, The Italian City Republics, p.41 (La cursiva es mía)

108 Ibid.

109 Citado en John M. Najemy (1982): Corporatism and Consensus in Florentine Electoral Politics 1280- 1400, Chapel Hill, University of North Carolina Press, pp.308-9.

110 «Del modo di ordinare el governo popolare» (e. o. 1512) (ese texto es comúnmente llamado «Discorso di Logrogno»), en F. Guicciardini, Dialogo e discorsi del Reggimento di Firenze, bajo la dirección de R. Palmarocchi, Bari, Laterza, 1931, pp.224-5.

111 Sobre Florencia, véase N. Rubinstein, «I primi anni del Consiglio Maggiori di Firenze (1494-1499)», en dos partes en el archivo Storico Italiano, 1954, número 403, pp. 151 y ss. y en el número 404, pp. 321 y ss. N. Rubinstein (1960): «Politics and constitution in Florence at the end of the fifteenth century», en Ernest F. Jacob (ed.) Italian Renaissance Studies, Londres, Faber & Faber; Gene A. Brucker (1962): Florentine Politics and Society 1342- 1378, Princeton, Princeton University Press; Nicolai Rubinstein (1968): «Florentine constitutionalism and Medici ascendancy in the fifteenth century», en Rubinstein (ed.), Florentine Studies: Politics and Society in Renaissance Florence, Evanston, Northwestern University Press; Gene A. Brucker (1977): The Civic World of the Early Renaissance Florence, Princeton, Princeton University Press; Najemy, Corporatism and Consensus.

112 La mejor fuente de información sobre este segundo sistema republicano es Donato Giannotti, «Discorso intorno alla república di Firenze» (e. o. 1549), en Opere Politiche e Letterarie, 2 vols., Florencia, Le Monnier, 1850, volumen I, pp.17-29.

113 La composición de este comité de preselección en el siglo XVI es analizada al detalle por Najemy, Corporatism and Consensus, p. 122. En el siglo XIV, los nominatori podían escoger los nombres presentados al squittinio sin restricciones entre los ciudadanos de Florencia, o sea, entre los varones contribuyentes mayores de edad (que eran considerados los únicos cittadini de pleno derecho, siendo el resto simplemente «habitantes de Florencia»). La población total de Florencia fluctuaba entre 50.000 y 90.000 personas (incluyendo mujeres y niños), véase Najemy, Corporatism and Consensus, p. 177. Durante los años cincuenta del siglo, fueron presentados alrededor de 3.500 nombres para el squittinio. En 1382, el número había llegado a 5.350 y, en 1433, un año antes de que los Médici se hiciesen del poder, fueron 6.354 (Véase Najemy, Corporatism and Consensus, pp. 177, 273 y 275).

114 El procedimiento consistía en seleccionar por sorteo doce cónsules de los doce gremios más importantes y cincuenta y cinco ciudadanos cuyos nombres habían sido aprobados en escrutinios anteriores para cargos diversos (el priorato, los doce buoni humoni, los gonfalonieri). Esas sesenta y siete personas designadas por sorteo subsiguientemente elegían a los cien electores (arrotti) que votaban en el escrutinio. Sobre la composición del órgano que se llevaba a cabo a squittinio en el siglo XIV, véase Najemy, Corporatism and Consensus, p.122.

115 Ibid.

116 Citado en ibid., p.102. (la cursiva es mía)

117 Sobre este punto, véase también Rubinstein, «Florentine constitucionalism and Medici ascendancy in the fifteenth century», en N. Rubinstein (ed.), Florentine Studies, p.451.

118 Najemy, Corporatism and Consensus, pp. 31-2.

119 Tras la derrota de la revuelta de Ciompi, algunos líderes del movimiento popular sugirieron la abolición de la práctica de extraer sorteos para evitar que aristócratas hostiles al pueblo fuesen nombrados para la signoria. Cuando los gremios fueron consultados, resultó que su base no les seguía en ese punto. Véase Najemy, Corporatism and Consensus, pp.257-9.

120 La reforma de 1495 decidió dos cosas: 1) el Gran Consejo debía el adelante incluir a todos aquellos cuyos nombres hubiesen sido aprobados por el squittinio para las magistraturas ejecutivas de mayor prestigio (la signoria los doce bouni humoni, los dieciséis gonfalonieri) o cuyos padres y abuelos hubiesen sido aprobados por el squittinio para esos mismo cargos; 2) por otro lado, cada tres años, El Gran Consejo debía seleccionar sesenta ciudadanos entre los que habían pagado impuestos y pertenecían a familias con miembros que hubiesen ejercido cargos en el pasado. Esos 60 ciudadanos se convertirían también en miembros de Consejo. Alrededor de 1500, el Gran Consejo tenía algo más de 3.000 miembros en una población de aproximadamente 70.000 habitantes (incluyendo mujeres y niños); véase Felix Gilbert (1965): Machiavelli and Guicciardini: Politics and History in Sixteenth Century Florence, Princeton, Princeton University Press, p. 20.

121 Véase Donato Giannotti, «Discorso intorno alla forma della república di Firenze» (1549), en Giannotti, Opere Politiche e Letterarie, volumen I, p. 20.

122 Las votaciones se realizaban con habas blancas y negras; de ahí la expresión le più fave.

123 Rubinstein, «I primi anni del Consiglio Maggiori di Firenze (1494-1499)», partes I y II, y Rubinstein, «Politics and constitution in Florence».

124 Ibid., p.178.

125 El observador en cuestión era Parenti. Sobre este punto, véase Rubinstein, «I primi anni del Consiglio Maggiori di Firenze (1494-1499)», p.324, y Rubinstein, «Politics and constitution in Florence», p.179

126 Rubinstein, «Politics and constitution in Florence», p. 179.

127 «Del modo di eleggere gli uffici nel Consiglio Grande», en Guicciardini, Dialogo e discorsi del Reggimento di Firenze, pp.175-85.

128 Ibid., pp. 175-5.

129 Leonardo Bruni, «Panegírico de Nanni degli Strozzi» (1428), citado por Hans Baron, The Crisis of the Early Italian Renaissance (e. o. 1995) Princeton, Princeton University Press, 1966, p. 419 (Baron reproduce el texto latino en la p.556).

130 La palabra italiana scelti alude tanto a la idea de «elegir» o «seleccionar» como a la de «selecto» o «escogido». Aquí Guicciardini juega claramente con este doble significado.

131 Guicciardini vuelve a emplear aquí las múltiples connotaciones de la expresión si fare grande para abarcar no sólo a los que se presentan a sí mismo como importantes, sino también a los que se desempeñan dicho papel y a los que fingen importancia.

132 «Del modo di eleggere gli uffici nel Consiglio Grande», pp. 178-9.

133 Esta influencia del pensamiento político florentino ha sido sólidamente documentada Hans Baron, Felix Gilbert y John Pocock.

134 Sobre Venecia, véase William J. Bouwsma (1968): Venice and the Defense of Republican Liberty: Renaissance Valeus in tha Age of the Counter-Reformation, Berkeley, University of California Press; Federic Lane (1973): Venice: A Maritime Republic, Baltimore, Johns Hopkins University Press. La principal obra de referencia sobre la constitución veneciana es Giuseppe Maranini (1974): La contituzione di Venezia, 2 vols., Florencia, La Nouva Italia (primera edición de 1927).

135 El sistema veneciano de nombramientos es descrito completamente en Maranini, La Contituzione di Venezia, volumen II, pp.106-24.

136 J. Harrington, « The manner and use of the ballot», en J. G. A. Pocock, (ed.) (1977): The Political Works of James Harrington, Cambridge, Cambridge University Press, pp. 361-7.

137 La combinación de sorteo y elección en la designación de los nominatori s aplicaba sólo en la elección del dogo. Para las otras magistraturas, el comité de nominatori se nombraba simplemente por sorteo. Sobre el procedimiento específico para la elección del dogo, véase Maranini, La Costituzione di Venezia, vol. I, pp. 187-90.

138 Este procedimiento, sin embargo, no se empleaba para todas las magistraturas, Para algunos de los cargos más importantes, los del Senado (Consiglio dei Pregadi), que eran nominados y elegidos sin que tuviera parte el Gran Consejo. Y para los magistrados elegidos por el Gran Consejo, los candidatos eran propuestos en algunos casos desde arriba, por la Signoria o por el Senado. Véase Lane, Venice, pp. 258-9.

139 Véase Maranini, La Costituzione di Venezia, volumen II, p. 118.

140 Lane, Venice, p. 110. (La cursiva es mía.)

141 Gasparo Contarini, De Magistratibus et Republica Venetorum, París, 1543.

142 Lane, Venice, p. 259.

143 J.-J. Rousseau, Del contrato social (1762), libro IV, capitulo 3 [ed. Cast.: Madrid, Alianza Editorial, 1980]. Sobre los comentarios de Harrington acerca del mismo tema, véase The Prerrogative of Popular Government, en Pocock (ed.) The Political Works of James Harrington, p.458.

144 J.-J. Rousseau, Del contrato social, libro IV, 3.

145 Harrington, The Prrerogative of Popular Government, p. 486.

146 Sobre el «mito de Venecia» visto por observadores, véase Pocock, The Machiavellian Moment, pp. 100-2, 112-13, 284-5, 319-20, 324-5, 327-8.

147 J. Harrington (1656): Oceana, en Pocock (ed.), The Political Works of James Harrington, p. 184.

148 Harrington, The prerogative of Popular Government, p. 477.

149 Harrington, Oceana, p. 172.

150 Sobre todo en The Machiavellian Moment, y en la detallada «Introducción histórica» a su edición de The Political Works of James Harrington, pp.1-152. Pocock llega a considerar la rotación, tal y como la defienden Harrington, como una institución que trasciende la distinción entre representantes y representados. «Todo el cuerpo ciudadano – escribe – en sus diversas calidades de a caballo y a pie [las dos clases propietarias que Harrington propone crear] se “introducen” constantemente en el gobierno […] En efecto, si pudiera hacer rotar a todo el pueblo, se trascendería al propio parlamento, y el pueblo, como libre elector, formaría constantemente gobiernos sucesivos; incluso la “tribu con prerrogativa” [la asamblea popular elegida por la clase propietaria baja] o la asamblea representativa sería renovada con tal frecuencia que desaparecería toda distinción entre representantes y representados » (ibid, p. 69).

151 Nótese que el uso idiomático de «órdenes» para referirse a instituciones es una peculiaridad de Harrington. Ese neologismo es una de las innumerables manifestaciones de la deuda que tiene Harrington con Maquiavelo. El autor de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio emplea el término ordini para referirse a instituciones

152 Harrington, Oceana, «Quinta ordenanza», p. 215. (la cursiva es mía)

153 En realidad, de las regulaciones mencionadas no se concluye que haya necesariamente rotación completa de los diputados de las parroquias. Según las reglas estipuladas, el 60 por ciento de los votantes podían formar coaliciones para asegurar que tres subgrupos del 20 por ciento cada uno rotasen en el cargo. Harrington, al parecer, calculó mal los efectos de las provisiones que recomendaba, ya que afirma explícitamente, en La prerrogativa del gobierno popular, que aseguraban una rotación completa de los diputados a nivel de parroquia (véase el pasaje citado en la nota 70). Estoy en deuda con Jon Elster por esta observación.

154 Harrington, Oceana, «Ordenanza decimosegunda», p. 227. (La cursiva es mía.)

155 Harrington, The Prerogativa of Popular Government, p. 487.

156 Harrington, The Prerogativa of Popular Government, p. 493.

157 Ibid, p. 494 (La cursiva es mía.)

158 Así que no podemos coincidir con Pocock cuando afirma que en Océana todo el pueblo «se introduce constantemente» en el gobierno.

159 Montesquieu, Del espíritu de las leyes (1748) libro II, capítulo 2 [ed. cast.: Madrid, Tecnos, 1985].

160 Se recuerda al lector que, en la obra de Montesquieu, democracia y aristocracia son las dos formas que puede adoptar la democracia. «Gobierno republicano – escribe – es aquel en que el pueblo entero, o parte del pueblo, tiene el poder soberano.» (Del espíritu de las leyes, libro II capítulo 1.)

161 Montesquieu, Del espíritu de las leyes, libro II capítulo I.

162 «Igual que la separación de los que tienen derecho al sufragio constituye en una República una ley Fundamenta, la manera de votar también lo es.» (Del espíritu de las leyes, libro II capítulo 2.)

163 Del espíritu de las leyes, libro II, capítulo 2.

164 Del espíritu de las leyes, libro II, capítulo 2.

165 Del espíritu de las leyes, libro II, capítulo 23.

166 «El amor a la República en la democracia es el amor a la democracia, y éste es amor a la igualdad.» (Del espíritu de las leyes, libro V, capítulo 3.

167 «Si se dudara de la capacidad natural del pueblo para discernir el mérito bastaría con echar una ojeada por la sucesión interrumpida de elecciones asombrosas que hicieron los atenienses y los romanos, y que no se podrían atribuir a la causalidad.» (Del espíritu de las leyes, libro II, capítulo 2.)

168 Del espíritu de las leyes, libro II, capítulo 2. Esa frase debe compararse con el siguiente pasaje del Discurso sobre Tito Livio, en cuyo final Maquiavelo cita al historiador romano: «Encontrándose el pueblo romano, como decíamos, molesto con el título consular, y deseando que pudieran ser nombrados cónsules hombres plebeyos, o que se disminuyera su autoridad, la nobleza, para no mancillar la autoridad consular accediendo a cualquier de esos dos deseos, tomó un camino intermedio, y aprobó que se nombrasen cuatro tribunos con potestad consular, que podían ser plebeyos o nobles. Se contentó con esto la plebe, pareciéndose que así se libraba del consulado y podía poner a sus hijos en el lugar más alto. Sucedió aquí un caso notable, y es que, llegado el día de la elección de esos tribunos, y pudiéndose elegir todos plebeyos, el pueblo romano los eligió a todos los nobles. A propósito de lo cual, dice Tito Livio estas palabras: “El resultado de esas asambleas muestra que la actitud adoptada en la lucha por la libertad y el honor era diferente a la adoptada cuando la lucha había finalizado y daba paso a juicios imparciales”», Maquiavelo, Discurso sobre la primera década de Tito Livio, volumen I, 47.

169 Montesquieu, Del espíritu de las leyes, libro II, capítulo 2.

170 Rousseau, Del contrato social, libro IV, capítulo 3. La cita de Montesquieu referida en el pasaje arriba citado es de Del espíritu de las leyes, libro II, capítulo 2.

171 Rousseau, Del contrato social, libro IV, capítulo 3.

172 Ibid., libro III, capítulo 4.

173 Ibid., libro IV, capítulo 3.

174 Rousseau encuentra necesario añadir que, en una democracia «verdadera», el ejercicio de una magistratura es considerado esencialmente como una «pesada carga» y que, en consecuencia, la justicia política consiste en distribuir costes, no beneficios. No obstante, esa idea no es indispensable para la lógica de este argumento. El riesgo de injusticia en cualquier aplicación particular de la regla de la distribución de cargos públicos existiría aunque se considere a las magistraturas como beneficios.

175 Del contrato social, libro IV, capítulo 3.

176 Ibid.

177 Ibid., libro III, capítulo 5. (Nora de Rousseau, la cursiva es mía)

178 Del contrato social, libro III, capítulo 5. (La cursiva es el autor, el término “elección” significa aquí elección en su sentido moderno, lo que en otros contextos Rousseau llama “elección por selección” [l´élection par choix].)

179 Ibid.

180 Véase M. Farrand (ed.) (1966): The Records of the Federal Convention of 1787, 4 vols., New Haven, Yale University Press, volumen II, pp. 99-106. Debo esta referencia a Jon Elster, que cuenta con mi agradecimiento.

181 Las sugerencias de Siéyès y Lanthenas, junto con el panfleto de Montgilbert son citadas por P. Guéniffey en su libro Le Nombre et la Raison. La révolution française et les élections (1933), Paris, Editions de I´Ecole des Hautes Études en Sciences Sociales, pp. 119-20.

182 Véase Guéniffey, Le Nombre et la Raison, p. 486.

183 Esta afirmación debe ir acompañada de una advertencia. Por supuesto, no he consultado todas las obras históricas disponibles, por no hablar de las fuentes originales sobre las tres grandes revoluciones modernas. Además, el uso político del sorteo ha recibido hasta ahora una muy limitada atención académica; no se puede descartar que, por lo tanto, futuras investigaciones puedan revelar casos adicionales a los que se están discutiendo. Aun así, parece razonable, por lo que sé hasta ahora, sostener que la selección de gobernantes por sorteo no se contempló en ninguno de los debates políticos de Importancia durante las revoluciones inglesa, americana y francesa.

184 Es cierto en al menos tres de sus principales obras políticas, Pensamientos sobre el gobierno (1776), Una defensa de las constituciones de gobierno de los Estados Unidos de América (1787-8) y Discursos sobre Davila (1790). Véase C. F Adams (ed.) (1850-6): The Life and Works of John Adams, 10 vols., Boston, Little Brown, vols. IV, V y VI.

185 Es extraño que Carl Schmitt, uno de los pocos autores modernos que ha dedicado algo de atención a la elección por sorteo, adopte ese punto de vista. Schmitt comenta que el sorteo es el método que mejor garantiza una identificación entre gobernantes y gobernados, pero añade inmediatamente: «Este método se ha vuelto impracticable en la actualidad». C. Schmitt (1928): Verfassungslebre, 19, Múnich, Duncker & Humblot, p. 257 [ed. cast.: Teoría de la Constitución, Madrid, Alianza Editorial, 1982].

186 Guéniffe, Le Nombre et la Raison, p. 122.

187 Guéniffe, Le Nombre et la Raison, p. 123.

188 Véase J. Cannon (1973): Parliamentary Reforrn 1640-1832, Cambridgc, Cambridge University Press, p. 31.

189 De nuevo, la afirmación ha de ser efectuada con cautela. No he consultado todos los estudios históricos sobre el sistema de gobierno local en Nueva Inglaterra durante los períodos colonial y revolucionario. Puede ser, además, que a la atención de los historiadores se les escapasen los casos de utilización del sorteo. Parece, sin embargo, que aun existiendo la práctica aquí o allá, ciertamente no estaba generalizada ni se destacaba. Sobre la cuestión, véase J. T. Adams (1921, 1949): The Founding of New England, Boston, Little Brown, capítulo 11; Carl Brindenbaugh (1955): Cities in Revolt. Urban Life in America I743-1776, Nueva York, A. A. Knopf; E. M. Cook Jr., (1976): The Fathers of the Towns: i.eadership and Community Structure in Eighteenth-century New England. Baltimore, Johns Hopkins University Press. El análisis referido de Tocqueville se puede hallar en Democracia en América, volumen I, parte 1, capítulo 5.

190 Sobre el papel de la idea del consentimiento en la cultura política angloamericana en el XVIII, véase, entre otros, J. P. Reid (1989): The Concept of Representation in iheAge of the American Revolution, Chicago, University of Chicago Press, especialmente el capítulo 1, «El concepto del consentimiento».

191 «Los debates de Putney», en G. E. Aymler (ed.) (1975): ‘The Levellers in the English Revolution, lthaca, Cornell University Press, p. 100.

192 «Declaración de independencia» (4 de julio de 1776), en P. B. Kurland y R. Lerner (eds.) (1987): The Founders Constitution, 5 vols. Chicago, University of Chicago Press, volumen I, p. 9.

193 Thouret (1789): «Projet de déclaration des droits de lhomme en société», en S. Rials (ed.) (1988): La déclaration des droits de l’homme et du citoyen, París, Hachette, p. 639.

194 Véase R. Derathé (1950): J.-J. Rousseau et la secience politique de son temps, París, Vrin, 1970, passim, especialmente las pp. 33 y ss. y la 180 y ss., para una excelente presentación de las ideas de la Escuela del Derecho Natural.

195 J. Locke, El segundo tratado sobre el gobierno capítulo VIII 95, 99, en Locke, Two Treatises of Government, editor P. Laslett (1960), Cambridge, Cambridge University Press, pp. 330, 333 (cursivas originales) [ed. cast.: Segundo tratado sobre el gobierno civil, Madrid, Alianza Editorial, 1990].

196 Véase especialmente Léo Moulin, «Les origenes religieuses des techniques électorales modernes et délibératives modernes», en Revue Internationale d’Histoire Politique et Constitutionelle, abril- junio de 1953, pp. 1 43-8; G. de Lagarde (1956): La Naissance de l’esprit laïque à la fin du Moyen Age, Lovaina, E. Nauvelaerts; L. Moulin, «Sanior et Major pars», Étude sur l’évolution des techniques électorales er déliberatives dans les ordres religieux du VIiéme au XIIIéme siécles», en Revue Historique de Droit Français et Etranger, 3-4, 1958, pp. 368, 397, 491-529; Arthur P. Monahan (1987): Consent, Coercion and Limit, the Medieval Origins of Parliamentary Democracy, Kingston, Ontario, McGill-Queens Universiry Press Brian M. Downirig (1992): The Military Revolution and Polítical Change. Origins of Democracy and Autocracy in Early Modern Europe, Princeton, Princeton University Press.

197 La formulación del principio (habitualmente conocido por la abreviatura QOT), que se encuentra en el Codees de Justiniano del 531 (Cod., 5, 59, 5, 2), se convirtió en una fuente para los comentaristas medievales, como Graciano, qe los menciona en el Decretum (hacia 1140; Decretum, 63, post c. 25). Sobre el significado original de «QOT», véase G. Post, «A Roman legal theory of consent, quod omnes tangit in medieval representation», en la Wisconsin Law Review, enero de 1950, pp. 66-78; Y. Congar (1 982): Droit ancien et structures ecclésiales, Londres, Variorum, pp. 210-59. Sobre otros desarrollos de este principio legal, véase A. Marongiu (1961): «QOT, principe fondamental de la démocratie et du consentement au X1Véme siécle», en Album Helen Maud Cam, 2 vols., Lovaina, Presses Universitaires de Louvain, volumen II, pp. 101- 15; G. Post (1964): «A Romano—canonical maxim, “Quod omnes tangit” in Bracton and early parliaments», en G. Post, Studies in Medieval Legal Thought, Princeton, Princeton Universiry Press, pp. 163-238.

198 Véase Monahan, Consent, Coercion and Limit, pp. 1 00 y ss.

199 Sobre la combinación de concepciones «ascendentes y descendentes» de la autoridad en el pensamiento y en la práctica medieval, las obras básicas siguen siendo las de Walter Ullmann; véase en particular sus Principles of Government and Politics in the Middle Ages, Londres, Methuen, 1961.

200 Sobre la naturaleza esencialmente aclaratoria de tales elecciones representativas en la Inglaterra prerrevolucionaria, véase M. Kishlansky (1986): Parlamentary Selection: Social and Political Choice in Early Modern England, Cambridge, Cambridge University Press, especialmente el capítulo 2.

201 Moulin, «Les origines religieuses des techniques électorales modernes et delibérati— ves modernes», p. 114

202 Corpus Juris Canonici, edición de E. Friedberg, 2 vols., Tauschnitz, 1879—81, volumen II, p. 823 (Liber Extra, título XXI, capítulo III). Debo esta referencia a Steve horwitz. de California, un experto en derecho Canónico y en libros antiguos, con quien estoy en contacto a través del correo electrónico de Internet y a quien desearía agradecer aquí. Léo Moulin (en el artículo referido en la nota 116 anterior) menciona la existencia del decreto, pero sin referencia precisa ni análisis de su contenido. Mis preguntas a una serie de especialistas en derecho canónico, así como mi propia investigación en el Corpus Juris Canonici, resultaron infructuosas. Entonces, Paul Bullen, a quien también me gustaría agradecérselo, me sugirió que plantease el problema a un grupo de expertos en derecho medieval y suscritos a Internet. De ese modo llegué a poder consultar el texto del decreto, cuyo contenido preciso es importante, como veremos. Posiblemente debo rendir homenaje también a la tecnología que ha ampliado la república de las letras hasta cubrir todo el planeta.

203 Véase Jean Gaudemet (1980): «La participation de la communauté au choix de ses pasteurs dans l’Eglise latine: esquisse historique», en J. Gaudemer, La Société ecclésiastique dans l’Occident médiéval, Londres, Variorum, capítulo 8. Gaudemet indica que en el 599 el Consejo de Barcelona «decidió que entre los dos o tres candidatos que habían propuesto el clero y e1 pueblo», el obispo podía ser designado por sorteo (pp. 31 9-20).

204 Tomás de Aquino, Summa Theologiae, IIa IIae, cit. 95, artículo 8 [ed. cast.: Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1975). Mis gracias, de nuevo a Paul Bullen por llamar mi atención sobre este pasaje.

205 Harrington, The Prerogative of Popular Government, p. 477. (Cursiva original.)

206 Montesquieu, Del espíritu de las leyes, libro Xl, capítulo 6. Un pasaje en los Pensées confirma que Montesquieu veía una estrecha relación entre las leyes de Inglaterra y el sistema godo: «Respecto a lo que dijo Mr. Yorke sobre que los extranjeros son incapaces de entender ni una palabra de lord Cook ni de Littleton, 1e dije que había observado que, en cuanto a las leyes feudales y las antiguas leyes de Inglaterra, no me sería muy difícil entenderlas, no más que las del resto de la naciones, ya que todas las leyes de Europa son germánicas, todas tiene el mismo origen y son de la misma naturaleza» (Pensée 1645, en las Oeuvres complétes, 3 vols., París, Nagel, 1950, volumen II, p. 481).

207 Del contrato social libro III, capítulo 15.

Continua…

A independência das cidades

Bernard Manin: Los principios del gobierno representativo – Capítulo III