LOS PRINCIPIOS DEL GOBIERNO REPRESENTATIVO – CAPÍTULO V
BERNARD MANIN
Versión de Fernando Vallespín
Alianza Editorial, 1998.
O índice, o Agradecimiento e a Introducción já foram publicados e estão aqui. O Capítulo I também já foi publicado aqui. O Capítulo II está publicado aqui. O Capítulo III está publicado aqui. O Capítulo IV está publicado aqui. Segue o Capítulo V.
Os grifos são da presente edição, não do autor.
CAPITULO V
EL VEREDICTO DEL PUEBLO
Una serie de autores del siglo XX han presentado teorías sobre la democracia que han sido clasificadas (generalmente por sus críticos) como elitistas (311). La primera y la más influyente de éstas fue la expuesta por Joseph Schumpeter. Tales teorías emplean el término democracia para calificar sistemas políticos del tipo de los existentes en Gran Bretaña, los Estados Unidos o Francia, es decir, gobiernos a los que aquí nos referimos como representativos.
Estas teorías han sido calificadas de elitistas no porque recalquen la superioridad cualitativa de los representantes sobre los representados (en el sentido definido en el capítulo anterior), sino porque subrayan otra diferencia, expuesta como esencial, entre el gobierno representativo y el gobierno del pueblo. Se ha señalado, no sin fundamento, que el epíteto «elitista» no es adecuado para teorías así, que las relaciona erróneamente con concepciones explícitamente elitistas como las de, por ejemplo, Gateano Mosca o Wilfredo Pareto, y, finalmente, que el término tiene más que ver con polémicas políticas que con análisis intelectuales (312). Es cierto (por hablar del precursor de estas teorías) que Schumpeter no emplea el concepto de élites. No está interesado en las características de los representantes y no hace referencia a Mosca o a Pareto. Aun así, es comprensible que muchos autores hayan clasificado como elitista la definición de Schumpeter.
Schumpeter resalta que, en contra de lo supuesto por la concepción «clásica» de democracia, la realidad empírica de las democracias representativas es que el electorado no toma decisiones sobre asuntos públicos. Las elecciones, sostiene Schumpeter, no expresan voluntad popular alguna sobre la política. En las democracias representativas, afirma, el pueblo no gobierna indirectamente «al elegir individuos que se vayan a reunir para convertir su voluntad en acciones» (313). El pueblo hace una mera selección entre una serie de competidores de los que van a tomar las decisiones políticas. Por lo tanto y en lo que es una formulación muy citada, Schumpeter propone definir la democracia (el gobierno representativo) como «ese arreglo institucional para llegar a decisiones políticas en el que los individuos adquieren el poder de decidir mediante una lucha competitiva por el voto del pueblo» (314). En esa concepción, los representantes no son agentes encargados de llevar a cabo la voluntad popular expresada en las elecciones. La definición de Schumpeter convierte la democracia representativa en algo diferente del gobierno indirecto del pueblo. Por ese motivo ha sido calificado de elitista, en su sentido opuesto a democrático. Los partidarios del gobierno del pueblo consideran que una concepción que reduce la democracia representativa a la competición por conseguir votos no es democrática.
Dejando de lado las cuestiones terminológicas, el debate entre Schumpeter y sus detractores dirige la atención sobre un problema real: ¿establecen las instituciones representativas algún tipo de vínculo entre las decisiones de quienes gobiernan y las preferencias políticas de los representados? Hemos visto que los fundadores del gobierno representativo no trataron de crear un sistema en el que gobernase la voluntad popular, pero no deseaban tampoco que las decisiones de los representantes no tuviesen relación con lo que desean los votantes. Madison, como hemos visto, describe el gobierno representativo como un sistema que «depura y amplía las opiniones del pueblo pasándolas por el filtro de un órgano electo de ciudadanos» («El Federalista 10»). Se proponía o presuponía, por tanto, algún tipo de relación entre las preferencias del pueblo y las decisiones de sus representantes. Pero los términos empleados por Madison son sólo metáforas. Por muy sugestivas que sean esas imágenes, su significado preciso sigue sin estar claro.
Así que hemos de estudiar los arreglos institucionales que en los gobiernos representativos determinan cómo se adoptan las decisiones públicas y cómo se vinculan éstas a la voluntad del electorado.
La independencia parcial de los representantes
Es un hecho que los mecanismos institucionales del gobierno representativo permiten a los representantes cierta independencia respecto de las preferencias de su electorado. Los sistemas representativos no autorizan (de hecho lo prohíben expresamente) dos prácticas que privarían a los representantes de toda independencia: el mandato imperativo y la revocabilidad discrecional de los representantes (revocación). Ninguno de los gobiernos representativos establecidos desde finales del siglo XVIII ha autorizado los mandatos imperativos o ha dotado de cualidad legalmente vinculante a las instrucciones dadas por el electorado. Ninguno ha aplicado de forma duradera la revocabilidad permanente de los representantes.
En la Inglaterra del siglo XVIII, ganó aceptación la idea de que los miembros del parlamento representaban a la nación en su conjunto en vez de a sus circunscripciones particulares. Así que no se autorizó que los votantes de cada distrito electoral les diesen «instrucciones» (315). A comienzos del XIX, los radicales trataron de introducir una práctica análoga a dichas instrucciones exigiendo que los candidatos se sujetaran a «promesas» (pledges); y en efecto, tras la Primera Ley de Reforma (1832), reivindicaron que se requiriese legalmente de los diputados el respeto de las promesas. El objetivo principal de los radicales era, sin embargo, acortar los mandatos legislativos (que la Ley Septenial de 1716 había establecido en siete años). Parece que las promesas eran a sus ojos un mero «arreglo provisional» y un expediente a falta de un mandato legislativo más corto (316). Hay también que tener en cuenta que Bentham rechazaba expresamente la práctica de las instrucciones: a los votantes sólo se les permite influir sobre sus representantes a través del derecho a no reelegirlos (317). En cualquier caso, en Inglaterra nunca se hicieron legalmente vinculantes las promesas electorales.
En norteamérica, las instrucciones tuvieron una práctica extensa durante el período colonial y la primera década tras la independencia (318). Algunos estados, especialmente los de Nueva Inglaterra, incluyeron incluso el derecho de dar instrucciones en sus constituciones. Cuando en el Primer Congreso (elegido según la Constitución de 1787) se discutieron las enmiendas constitucionales que se convertirían en la Declaración de Derechos (Bill of Rights) algunos miembros propusieron que la Primera Enmienda (que garantiza la libertad de credo y de expresión) incluyese también el derecho a dar instrucciones a los representantes. La propuesta fue discutida durante cierto tiempo, pero finalmente rechazada (319). Los votantes estadounidenses seguirían siendo libres de dar instrucciones, pero éstas no tendrían ninguna fuerza legalmente vinculante.
En Francia los diputados de los estados generales, incluyendo a los que se reunieron en 1789, eran portadores de cuadernos de instrucciones (cahiers de doléances). Una de las primeras decisiones de los revolucionarios franceses (julio de 1789) fue la de prohibir los mandatos imperativos. La decisión nunca fue recurrida durante ni después de la Revolución. En 1793-4, una parte del movimiento de sans-culotte presionó para que los funcionarios electos fuesen revocables en cualquier momento de su mandato por parte de las asambleas electorales locales. La constitución votada por la Asamblea en 1793 contenía una disposición en ese sentido, pero la constitución no llegó a entrar en vigor.
Casi un siglo después, la Comuna de París (1871) estableció un sistema de revocabilidad permanente de los miembros del Consejo. De hecho, Marx consideró esta práctica como una de las invenciones políticas más importantes y prometedoras de la Comuna. Tras indicar que los miembros del Consejo de la Comuna, elegidos por sufragio universal, eran «responsables y revocables en cualquier momento» (verantwortlich und jederzeit absetzbar) (320), Marx, en un pasaje que recuerda al famoso capítulo de Rousseau sobre la representación, alaba el sistema: «En vez de decidir una vez cada tres o seis años qué miembros de la clase dominante deben “representar” y pisotear al pueblo [‘zertreten soll’] en el parlamento, el sufragio universal debería servir al pueblo organizado en comunas, como el sufragio universal sirve a los patronos que buscan obreros y administradores para sus negocios. Y es un hecho bien sabido que lo mismo las compañías que los particulares, cuando se trata de negocios verdaderos, saben habitualmente colocar a cada hombre en el puesto que le corresponde, y, si alguna vez se equivocan, reparan su error con presteza» (321). No obstante, la práctica tan encomiada por Marx tuvo tan corta vida como la propia Comuna.
Además de los efectos aristocráticos de la elección, aparece, por tanto, otra diferencia entre el gobierno representativo y la democracia entendida como el gobierno del pueblo por el pueblo. Esa diferencia fue también claramente percibida a finales del XVIII por quienes, como Rousseau, rechazaban la representación. La delegación de las funciones del gobierno, necesaria por el tamaño de los estados modernos, puede haber resultado compatible con el principio del gobierno por el pueblo. Se podía haber conseguido estableciendo la obligación legal de que los representantes cumplan las instrucciones de su electorado. En sus consideraciones sobre el gobierno de Polonia, Rousseau aceptó una forma de representación por motivos prácticos. Extrayendo las consecuencias lógicas de sus principios, recomienda luego la práctica de mandatos imperativos (322). No es sólo la delegación del gobierno en un número limitado de ciudadanos lo que diferencia la representación del gobierno del pueblo, ni siquiera la superioridad cualitativa de los representantes sobre los representados; la diferencia entre ambos sistemas resulta también de la independencia parcial de los representantes.
Ha habido, por lo tanto, propuestas, y en ocasiones se han establecido instituciones o prácticas, que dan al pueblo un control completo sobre los representantes. Al igual que ocurre con el uso del sorteo, tales instituciones no son estrictamente impracticables (323). Se puede, por supuesto, argumentar, que el gobierno cuya esfera de actividad vaya más allá de las leyes generales y estables necesarias para la vida colectiva, y en el que las autoridades públicas necesiten adoptar una serie de decisiones concretas para adaptarse a las circunstancias cambiantes, un sistema de mandatos imperativos es impracticable. Las instrucciones presuponen que el electorado conoce de antemano las cuestiones que deberá abordar el gobierno (324). Sin embargo, el razonamiento no es aplicable a la revocabilidad permanente de los representantes. Ser objeto de revocación deja a los representantes libertad de acción para enfrentarse a situaciones impredecibles, pero, a la vez, la revocabilidad permanente garantiza una congruencia entre las preferencias del electorado y las decisiones de los que están en el poder, ya que los votantes pueden castigar y hacer dimitir a los representantes con cuyas decisiones no estén de acuerdo. Aun siendo un sistema practicable, la revocabilidad nunca fue establecida de modo duradero, presumiblemente por cuestiones de principio más que por razones prácticas. Además, independientemente de las razones del rechazo de los mandatos imperativos y de la revocabilidad permanente, la decisión inicial, que nunca fue recurrida con éxito posteriormente, apunta a una diferencia fundamental entre el gobierno representativo y un sistema que garantiza la congruencia completa entre las preferencias de los gobernados y las decisiones de los elegidos.
Se pueden presentar promesas y programas, pero los representantes han mantenido, sin excepciones, la libertad de decidir si cumplirlos o no. Indudablemente, los representantes tienen un incentivo para cumplir sus promesas. Cumplir las promesas es una norma social profundamente enraizada y romperlas arrastra un estigma que puede acarrear dificultades cuando llegue la hora de la reelección. Los representantes, sin embargo, siguen siendo libres para sacrificar la perspectiva de su reelección si, por circunstancias excepcionales, otras consideraciones les parecen más importantes que su propia carrera. Y lo que todavía es más importante, pueden confiar en que, cuando se presenten a la reelección, podrán convencer a los votantes de que tenían buenos motivos para sus acciones, aunque hayan traicionado sus promesas. Como el vínculo entre la voluntad del electorado y el comportamiento de los representantes electos no está garantizado rigurosamente, éstos siempre retienen cierto grado de discreción. Los que insisten en que en una democracia representativa el pueblo gobierna a través de sus representantes han de reconocer al menos que eso no significa que los representantes tengan que llevar a cabo los deseos del electorado.
Libertad de opinión pública
Desde finales del siglo XVIII, la representación se ha visto acompañada de la libertad de los gobernados en todo momento para conformar y expresar opiniones políticas fuera del control del gobierno. El vínculo entre el gobierno representativo y la libertad de opinión política fue establecido directamente en los Estados Unidos, gradualmente en Inglaterra y, tras un complicado proceso, en Francia.
La opinión política pública libre requiere dos elementos. Al objeto de que los gobernados puedan formarse sus propias opiniones sobre cuestiones políticas, es necesario que tengan acceso a informaciones políticas, lo que exige que las decisiones gubernamentales se hagan públicas. Si los que están en el gobierno toman sus decisiones en secreto, los gobernados sólo tienen medios inadecuados para formarse opiniones sobre cuestiones políticas. Sólo a finales de siglo XVIII se empezó a aceptar en Gran Bretaña que los debates parlamentarios fuesen del conocimiento público (con anterioridad, el secretismo de los debates se consideraba una prerrogativa del parlamento esencial para protegerse de las interferencias reales) (325). En Estados Unidos, las deliberaciones del Congreso Continental y de la Convención de Filadelfia fueron mantenidas en secreto. El primer Senado elegido según la Constitución decidió inicialmente que sus discusiones fuesen secretas, pero la práctica fue descartada cuatro años después (326). En Francia, los estados generales de 1789 optaron desde el comienzo por el principio de apertura pública y desde entonces todos los debates de las asambleas revolucionarias tuvieron lugar en presencia de público. Las presiones (por no decir amenazas) procedentes de las tribunas de los espectadores influyeron, como es conocido, en los debates de las sucesivas asambleas revolucionarias. Los ejemplos francés y estadounidense sugieren que, aunque se requiere cierta apertura a actos políticos para mantener informados a los ciudadanos, no es precisa en cada una de las fases del proceso de toma de decisiones. Es razonable pensar que el público estadounidense tuvo en su conjunto mejor oportunidad para formarse opiniones acerca de su Constitución (entre el final de la Convención de Filadelfia y los debates de ratificación) que la que pudiera tener el público francés respecto a las diversas constituciones revolucionarias.
El segundo requisito de la libertad de opinión pública es el de la libertad de expresar opiniones políticas en todo momento, no sólo cuando se vota en elecciones. No obstante, la relación entre la libertad de opinión y el carácter representativo del gobierno no es obvia. Parece que los gobiernos representativos establecieron la libertad de opinión porque sus fundadores se adhirieron al principio liberal de que una parte de las vidas de las personas debe estar libre de la influencia de las decisiones tomadas colectivamente, incluso las adoptadas por representantes electos. Se puede desde luego argüir, siguiendo la distinción popularizada por Isaiah Berlin, que la libertad de opinión pertenece a la categoría de «libertades negativas» que protegen al individuo de las intrusiones del gobierno. Entendido así, la libertad de opinión no tiene una conexión intrínseca con el carácter representativo del gobierno, ya que la representación se ocupa de dar a los ciudadanos el control sobre el gobierno y, por lo tanto, de asegurar una «libertad positiva». Según esta interpretación, entonces, el gobierno representativo sólo de facto se ha asociado con la libertad de expresión, únicamente porque los partidarios de la representación resultaron ser a la vez partidarios de la libertad de conciencia.
No hay duda de que la libertad de opinión fue establecida tras la libertad religiosa, que protege la esfera de las creencias íntimas frente a la intervención estatal. Hay, sin embargo, también una importante conexión intrínseca entre libertad de opinión y el papel político del ciudadano en el gobierno representativo.
Esto es particularmente evidente en la Primera Enmienda a la Constitución estadounidense y en los debates sobre su adopción. La Primera Enmienda estipula: «El Congreso no podrá aprobar ninguna ley conducente al establecimiento de religión alguna, ni a prohibir el libre ejercicio de ninguna de ellas. Tampoco aprobará ley alguna que coarte la libertad de palabra y de imprenta, o el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente y a solicitar al gobierno reparación de cualquier agravio». Por lo tanto, la libertad de credo y la libertad de expresión política están estrechamente relacionadas. Se debe también mencionar que esta formulación vincula las expresiones individuales y colectivas de opiniones: la libertad de creencia, que puede aplicarse a individuos, se une a los derechos de asamblea y presentación de demandas, que son expresiones colectivas. El carácter colectivo de una expresión afecta a su peso político: las autoridades pueden, sin asumir grandes riesgos, ignorar las expresiones dispersas de las opiniones individuales, pero no pueden desconsiderar con facilidad a las masas en la calle, por muy pacíficas que sean, o las peticiones con miles de firmas. Por último, al combinar en la misma cláusula la libertad de reunión y la libertad de «solicitar al gobierno la reparación de cualquier agravio», la Primera Enmienda revela claramente su dimensión política; atañe no sólo a la protección de las expresiones colectivas de opinión en general, sino también a las dirigidas específicamente a las autoridades con la intención de obtener algo de ellas. Como la Primera Enmienda garantiza la libertad de ejercer el derecho de petición al gobierno a la vez que garantiza la libertad de creencias, no establece una mera «libertad negativa» del individuo, sino también una vía para que los individuos actúen afirmativamente sobre el gobierno.
El debate que condujo a la adopción de la Primera Enmienda muestra, además, que sus consecuencias políticas estaban claramente en la mente de sus autores. El mero hecho de que la cuestión de las instrucciones y de los mandatos imperativos fuese discutida en esa ocasión evidencia que los participantes percibían una relación entre la libertad de expresión y la representación. Incluso diversos discursos, los de Madison en particular, muestran aún más claramente la importancia política de la Primera Enmienda.
Quienes habían propuesto y respaldado la adición del «derecho a dar instrucciones», afirmaron que en un gobierno republicano el pueblo debe tener derecho a hacer prevalecer su voluntad. Madison se declaró en contra de la inclusión del derecho a dar instrucciones en la enmienda, replicando que este principio era «cierto en unos aspectos, pero no en otros»:
El sentido en el que es verdadero, hemos afirmado el derecho suficientemente con lo que hemos hecho [formular las enmiendas como fueron propuestas y como fueron adoptadas]; si no queremos decir nada más que eso, que el pueblo tiene derecho a expresar y comunicar sus sentimientos y deseos, ya lo hemos estipulado. El derecho de libertad de expresión está asegurado; la libertad de prensa está declarada fuera de la acción de este gobierno; el pueblo puede posteriormente dirigirse a sus representantes, puede asesorarlos en privado o declarar sus sentimientos a través de petición a todo el órgano; de todos estos modos puede comunicar sus deseos (327).
La libertad de opinión, entendida en su dimensión política, aparece, por tanto, como una contrapartida a la ausencia del derecho dar instrucciones. La libertad de opinión pública es una característica democrática de los sistemas representativos, ya que proporciona medios para que la voz del pueblo pueda llegar a quienes gobiernan, mientras que la independencia de los representantes es claramente una característica no democrática de los sistemas representativos. No se requiere de los representantes que actúen según los deseos del pueblo, pero tampoco pueden ignorarlos: la libertad de opinión pública asegura que esos deseos puedan ser expresados y llevados a la atención de los que gobiernan. Son los representantes quienes toman la decisión final, pero se crea un marco en el que la voluntad del pueblo es una de las consideraciones en su proceso de toma de decisiones.
La expresión pública de opiniones es el elemento clave en esto. No sólo tiene el efecto de llevar las opiniones populares a la atención de los que gobiernan, sino también el de conectar a los gobernados entre sí. En realidad, esta dimensión horizontal de la comunicación afecta a la relación vertical entre los gobernantes y los gobernados; cuantas más personas estén al tanto de las opiniones de los demás, mayor será el incentivo para que los que gobiernen tomen en cuenta esas opiniones. Cuando un número de personas coincide en expresar opiniones similares, todos son conscientes de que no están manteniendo una opinión particular. La gente que expresa la misma opinión se da cuenta de la similitud de sus visiones, lo que les da una capacidad de acción que no tendrían de haberse reservado sus opiniones. A medida que disminuye la sensación de aislamiento de las personas, más conscientes son de su fuerza potencial, y serán más capaces de organizarse y de ejercer presión sobre el gobierno. La conciencia de una similitud de opiniones no siempre se traduce en organización y acción, pero es habitualmente una de sus condiciones necesarias. Además, la expresión pública de una opinión le da ímpetu. Las personas que albergan en silencio una opinión que es manifestada en alto por otros cobran autoconfianza cuando descubren que no son los únicos que piensan de tal modo y, por lo tanto, se tornan más inclinados a expresar esa opinión.
En realidad, una de las más antiguas máximas del despotismo es evitar que los súbditos se comuniquen entre sí. Aunque con frecuencia los dictadores tratan de conocer por separado las opiniones de todos sus súbditos y de formarse un cuadro global, tienen gran cuidado en guardarse esa información (328). En cambio, una de las características distintivas de los gobiernos representativos es la posibilidad de los gobernados de conocer en todo momento las opiniones de los demás con independencia de la autoridad.
La expresión de una opinión política compartida raramente reúne a todos los gobernados, ni siquiera a una mayoría de ellos. Es infrecuente que el electorado se exprese en su conjunto, salvo en las elecciones, aunque puede suceder. La mayor parte del tiempo, por lo tanto, la expresión de opiniones públicas sigue siendo parcial en el sentido de que es sólo el punto de vista de un grupo en particular, por muy extenso que sea. Los sondeos de opinión, que en las últimas décadas se han sumado a las formas más antiguas de expresión de la opinión pública, no son una excepción a la regla. También los sondeos siguen siendo expresiones parciales de la voluntad popular. Y no se debe sólo a que se entreviste únicamente a un reducido número de ciudadanos (las muestras representativas, utilizadas como es debido, aseguran que la distribución de opiniones sea aproximadamente igual en la muestra que en el conjunto de la población), sino también porque las preguntas las elabora alguien en particular, o sea, las empresas de sondeos y sus clientes. La población entera expresa opiniones, pero sólo sobre las cuestiones elegidas por un grupo concreto de la sociedad. Además, los encuestados no pueden expresar cualquier opinión que deseen, sino que han de elegir entre una serie predeterminada de alternativas. Es cierto que en las elecciones los ciudadanos también han de optar entre una serie de alternativas (los candidatos) que no han determinado ellos mismos. Pero en las elecciones los términos de la opción que se ofrecen en definitiva a los votantes son un proceso abierto a todos (o a todos los que deseen ser candidatos), mientras que en los sondeos las alternativas entre las que han de elegir los encuestados siguen bajo el control exclusivo de las empresas de sondeos y sus clientes.
De modo similar, las expresiones de opiniones políticas compartidas raramente proceden de la iniciativa espontánea de todos los que las expresan (aunque también puede suceder). Habitualmente, la iniciativa procede de un grupo aún más reducido de ciudadanos que solicita la expresión de la misma opinión por parte de un grupo más grande. Por ejemplo, un pequeño grupo de militantes organiza una manifestación e invita a otros a participar, o una serie de personalidades destacadas inicia una petición y solicita firmas. Aun así, una cierta medida de voluntariedad subsiste en la expresión de quienes aceptan hacerse eco de la opinión en cuestión. Pueden quedar al margen de la manifestación o negarse a firmar la petición; no hay castigo para tales negativas. Más importante es que la expresión de la opinión no fue obligada ni solicitada por el gobierno. De nuevo, aquí los sondeos no se apartan de la regla. En efecto, las empresas de sondeos y sus clientes no invitan a sus encuestados a expresar una opinión más que otra, pero toman la iniciativa al hacer algunas preguntas en vez de otras y al formular las preguntas del modo en que consideran más apropiado. Los sondeos de opinión por lo tanto, no proporcionan opiniones más espontáneas de las que nos encontramos en las manifestaciones o peticiones de firmas.
Un resurgimiento del ideal (o de la ideología) de la democracia directa acompañó al auge y proliferación de los sondeos de opinión. Con los sondeos, se decía, al menos será posible averiguar lo que el pueblo cree o desea verdadera y espontáneamente, sin mediciones que lo adulteren (329). Los detractores respondían que los sondeos de opinión no son más que un modo de manipulación de la opinión, precisamente porque imponen preguntas que pueden estar bastante alejadas de las preocupaciones populares y que son respondidas por las personas con el fin de agradar al encuestador o por evitar aparecer como ignorante (330). Uno está tentado de decir que dicha práctica no merece ni tanto crédito ni tanta culpa. Los sondeos de opinión, como las manifestaciones y las peticiones, no proporcionan la opinión pura, sin distorsiones del público. Aunque el medio de expresión, así como la identidad social de los medidores y de los que expresan opiniones, varían entre sondeos de opinión, manifestaciones y peticiones, en todos los casos las opiniones responden a solicitudes más que a la espontaneidad. A la inversa, una vez disipada la ilusión de que los sondeos revelan espontáneamente lo que piensa o preocupa al pueblo, no hay motivos para considerar que los sondeos sean más manipuladores que las convocatorias de manifestaciones o las peticiones de firmas.
Así que, tome la forma de manifestaciones, peticiones o sondeos, la expresión de la opinión pública habitualmente es parcial y es emprendida por grupos reducidos. No obstante, desde el punto de vista de quienes están en el poder, merece la pena considerar en el proceso de toma de decisión incluso tan limitadas expresiones: una opinión manifestada en un momento por un grupo en particular puede llegar a difundirse, el grupo puede estar suficientemente organizado y sus opiniones ser lo bastante influyentes como para que sea difícil ignorarle, o una serie de sondeos puede llegar a presagiar el resultado de unas elecciones próximas. Los que están en el gobierno deben estimar estas diversas probabilidades y decidir en consecuencia qué importancia desean otorgar a tal o cual opinión.
Aparte de las situaciones en las que el pueblo amenaza seriamente el orden público y compelen a quienes están en el gobierno mediante un completo pulso de fuerza, la única voluntad vinculante de los ciudadanos es la expresada en las votaciones. Con independencia de las votaciones, sin embargo, los gobernados siempre tienen la posibilidad de manifestar una opinión colectiva que difiere de la de los representantes. Generalmente se denomina opinión pública a esa voz colectiva del pueblo que, aun sin poder vinculante, siempre puede llegar más allá del control de los que están en el gobierno (331).
La libertad de opinión pública distingue a los gobiernos representativos de lo que se ha denominado «representación absoluta», cuya más notable formulación se puede encontrar en Hobbes. Para este autor, un grupo de individuos constituye una entidad política únicamente cuando ha autorizado a un representante o a una asamblea a actuar en su nombre y se someten a él. Antes de la designación del representante y con independencia de su persona, el pueblo carece de unidad; son una multitudo dissoluta, una multitud desbandada. El pueblo sólo adquiere acción política y capacidad para expresarse a través de la persona del representante. Una vez autorizado, sin embargo, el representante reemplaza completamente a los representados. No tienen más voz que la suya (332). Esta sustitución total es precisamente lo que imposibilita la libertad de opinión pública. El pueblo siempre puede manifestarse como una entidad política que goza de una unidad (habitualmente incompleta) independiente del representante. Cuando un grupo de personas dan instrucciones a sus representantes, cuando las masas se reúnen en las calles, cuando se presentan peticiones o cuando los sondeos señalan una tendencia clara, el pueblo se manifiesta como una entidad política dotada de voz distinta de la que les gobierna. La libertad de opinión pública mantiene abierta la posibilidad de que los representados puedan hacer oír su voz en todo momento. El gobierno representativo es, por lo tanto, un sistema en el que los representantes nunca pueden afirmar con completa confianza y certeza «nosotros el pueblo».
El autogobierno popular y la representación absoluta conducen a la abolición de la diferencia entre los que gobiernan y los que son gobernados, el primero por convertir a los gobernados en gobernantes, la segunda porque sustituye a los representantes por los que son representados. El gobierno representativo, por otro lado, mantiene esta diferencia.
El carácter periódico de las elecciones
La característica más importante de los sistemas representativos, que permite a los votantes influir en las decisiones de sus representantes, es el carácter periódico de las elecciones. En efecto, las elecciones periódicas proporcionan uno de los incentivos claves a los que gobiernan para que tengan en cuenta a la opinión pública. Los representantes sin duda tienen muchas razones para hacerlo así, pero la más poderosa es que los cambios de la opinión pública pueden prefigurar los resultados de las elecciones siguientes.
El gobierno representativo no se basa sólo en la elección de los que gobiernan, sino también en que son elegidos a intervalos regulares. A menudo se pasa por alto esta segunda característica o se tiende a dar por supuesta. Son sorprendentes las escasas menciones de la naturaleza periódica de las elecciones en la teoría de la democracia de Schumpeter. Aunque, como hemos visto, Schumpeter presenta su definición de democracia como más cercana a una realidad observable que la «concepción clásica», no incluye el hecho empírico de que la competencia electoral es periódica. Una vez formulada su concepción, Schumpeter añade, es cierto que «implícitamente» reconoce el poder del pueblo para despachar gobernantes (333). No obstante, el principio de que el electorado elige a sus gobernantes mediante un proceso electoral competitivo para nada implica lógicamente que el electorado pueda desalojar también regularmente al gobierno del poder. Aunque hay que reconocer que desde finales del siglo XVIII ambos principios siempre se han asociado en la práctica, eso no justifica la afirmación de que el segundo esté de algún modo contenido en el primero.
En realidad, es bastante posible concebir una situación en la que la posición de gobernante pueda ser conferida por la voluntad de los gobernados tras un proceso competitivo, pero de un modo definitivo, eligiéndolo, por ejemplo, de por vida. Tal sistema no es sólo una posibilidad lógica; ha sido propuesto en la realidad. En la Convención de Filadelfia, Hamilton propuso que el cargo de presidente fuese vitalicio (334). Cabe concluir de ello que el principio de la elección vitalicia fue rechazado deliberadamente y por razones concretas por los fundadores del gobierno representativo. Además, es inmediatamente aparente que un sistema de elecciones vitalicias posee una importante propiedad: deja a los votantes sin medios efectivos para influir sobre las acciones de los gobernantes una vez elegidos. Los cardenales eligen al papa, pero eso no le hace menos independiente de ellos en sus acciones. En cambio, si los gobiernos son sometidos regularmente a elección, pueden ser cambiados si su actuación no ha resultado satisfactoria para los votantes. Y como es razonable suponer que el prestigio y los beneficios que comporta la posición de gobernante les suele suscitar habitualmente el deseo a ser reelegidos, parece que tienen motivos para tener en cuenta los deseos del electorado cuando toman decisiones.
El principio del consentimiento popular renovado regularmente distingue a los gobiernos representativos de formas de gobierno juzgadas como legítimas por Grocio, Hobbes o Pufendorf. Para éstos, el consentimiento popular, una vez otorgado, es causa suficiente para el establecimiento de un gobierno legítimo, ya sea en el caso de un soberano que tenga derecho a designar a un sucesor, o en el de una dinastía. Según estos autores, el pueblo puede de una vez y por todas transferir a alguna entidad su derecho a gobernarse y tal transferencia es fuente válida y suficiente de legitimidad mientras se consienta libremente (335). Entre los teóricos del derecho natural moderno, sólo Locke menciona la necesidad de renovar el consentimiento mediante la elección regular del parlamento. No se puede entender el gobierno representativo sin mencionar el papel del tiempo.
Las preferencias de los votantes sobre las políticas futuras sólo pueden ejercer una influencia limitada en las decisiones públicas, ya que, como se ha señalado con anterioridad, cuando los votantes eligen a un candidato con la pretensión de ver realizado su programa, no tienen garantías de que el candidato no romperá su promesa electoral. Por otro lado, al requerir que los elegidos respondan sobre una base regular ante quienes les eligen, el sistema representativo da a los votantes la capacidad efectiva de despachar a los gobernantes cuyas políticas no encuentren su aprobación. Los ciudadanos no emplean necesariamente su voto para expresar preferencias en cuanto a políticas públicas, pueden también elegir (o no elegir) sobre la base del carácter de los candidatos (336). Pero son capaces al menos, de así quererlo, de usar su voto para expresar preferencias sobre las políticas seguidas o que sean propuestas.
En una situación en la que los representantes están sujetos a reelección, cada nueva elección permite a los votantes expresar dos tipos de preferencias respecto a la política pública. El pueblo puede emplear su voto para expresar rechazo y hacer que los titulares de los cargos abandonen la política del momento, o pueden usar su voto para conseguir que se aplique la política propuesta. Obviamente, esos dos tipos de preferencias se pueden combinar en proporciones variables. No obstante, ante la ausencia de mandatos imperativos, ambos tipos de preferencias no tienen la misma eficacia. Al no reelegir a los titulares de cargos, los votantes evitan efectivamente que prosigan con una política rechazada, pero al elegir a un candidato por proponer una política particular no están necesariamente consiguiendo la adopción de dicha política. En el gobierno representativo la negación es más poderosa que la afirmación: la primera constriñe a los que están en el poder, mientras que la segunda sigue siendo una aspiración.
Cabe, sin embargo, plantearse qué grado de control puede realmente ejercer el electorado a través de su capacidad para despachar a los gobernantes. Como los ciudadanos son incapaces de imponer a los gobernantes la persecución de una política particular, al destronar a representantes cuyas políticas en determinadas materias sean rechazadas, no pueden asegurar que la acción del nuevo representante vaya a ser diferente a la de su predecesor. Imaginemos una situación en la que un gobierno (o administración) es destituido porque durante su mandato se incrementó el paro y la oposición gana las elecciones con la promesa de restaurar el pleno empleo. Una vez en el poder, sin embargo, decide no mantener su promesa, bien porque en realidad no era sino retórica electoral, o porque al llegar al cargo descubre nuevos datos que le convence de que una política de pleno empleo es impracticable. Los miembros del nuevo gobierno, sabiendo que el desempleo condujo a la derrota de sus predecesores, tienen razones para creer que también puede conducir a su propia derrota en las siguientes elecciones. No obstante, para obviar esa eventualidad, pueden decidir dar motivos de satisfacción a los votantes en otros campos, por ejemplo combatiendo la delincuencia con mayor vigor que antes. Se sacaría, entonces, la conclusión de que la capacidad para destituir a gobiernos cuya política es rechazada no permite realmente a los votantes orientar el rumbo de la política pública.
Se siente intuitivamente que las elecciones periódicas dan a los gobernados cierto control sobre la conducción de los asuntos públicos, pero no está claro por qué esto haya de ser así, dada la ausencia de mandatos imperativos y de promesas electorales vinculantes. Los teóricos de la democracia, como Robert Dahl, que resalta la importancia de las elecciones periódicas y razona que este carácter recurrente hace a los gobiernos «responsables» o «controlables» ante los votantes, no logran mostrar el mecanismo preciso por el que las repetidas expresiones de los votantes afectan a las decisiones públicas.
El mecanismo central por el que los votantes influyen en las decisiones gubernamentales resulta de los incentivos que los sistemas representativos crean para los que ocupan cargos: los representantes que son objeto de reelección tienen un incentivo en anticipar el juicio futuro del electorado de las políticas que persiguen. La perspectiva de un posible cese ejerce un efecto sobre las acciones del gobierno en todo momento de su mandato. Los representantes que persiguen el objetivo de la reelección tienen el incentivo de asegurar que sus decisiones actuales no provoquen un rechazo futuro por parte del electorado. Por consiguiente, han de tratar de predecir las reacciones que generarán esas decisiones e incluir esa predicción en sus deliberaciones. Por decirlo de otro modo, en todo momento está en el interés de gobierno tener en cuenta en sus decisiones presentes el juicio que los votantes harán de ellas. Ese es el canal por el que la voluntad de los gobernados entra en los cálculos de los que están en el poder. En el ejemplo antes citado de un nuevo gobierno combatiendo la delincuencia en lugar de tratar, como había prometido, de reducir el nivel de desempleo, la consideración de la voluntad popular tendrá un papel en los cálculos. Lo que de verdad sucede es que los que están en el poder parten del supuesto de que, llegadas las elecciones siguientes, los votantes cambiarán su orden de preferencias y darán más peso que antes a las consideraciones sobre la ley y el orden. Como los que acceden al poder saben que su posibilidad de reelección depende de que su previsión haya sido correcta, tienen un poderoso motivo para no realizarla a la ligera.
Schumpeter no logró captar la importancia central de la anticipación en la toma de decisiones de los representantes por creer erróneamente que la democracia representativa podía reducirse a la selección competitiva de los que toman decisiones, y que podía despachar como mito la idea de los votantes influyendo sobre el contenido de las decisiones públicas.
Sin embargo, si el mecanismo central por el que los votantes pueden influir en la política pública reside en la capacidad de anticipación de los gobernantes, estamos ante una implicación clave. Lo que han de anticipar los que están en el gobierno para evitar ser despedidos de los cargos por las urnas es un juicio de sus políticas que, en el momento en el que se exprese, se relacionará con el pasado. Así, los votantes influyen en las decisiones públicas a través del juicio retrospectivo que sus representantes anticipan que harán los votantes. Esto no supone afirmar, por ejemplo, que los votantes basen generalmente sus decisiones electorales en consideraciones retrospectivas, aunque algunos estudios empíricos sí señalan la importancia de la dimensión retrospectiva en el actual comportamiento electoral (337). El razonamiento es más bien que, en vista de la estructura institucional y de los incentivos que crea a los representantes, es votando de un modo retrospectivo como más probablemente van a influir los votantes sobre las decisiones de los que gobiernan. Puede que los votantes no se comporten así, por supuesto, pero en tal caso, están concediendo mayor libertad de acción a sus representantes. En otras palabras, en un sistema representativo, si los ciudadanos desean influir sobre el rumbo de las decisiones públicas, deben votar sobre la base de consideraciones retrospectivas (338).
Se suscita la cuestión de si es plausible que el pueblo vote sobre la base de consideraciones retrospectivas cuando la elección de representantes es, por definición, un acto de consecuencias futuras. ¿Por qué ha de comportase el electorado como un dios, repartiendo recompensas y castigos? Cuando los ciudadanos votan, tienen puestos sus ojos invariablemente en el futuro. No obstante, tienen efectivamente buenas razones para emplear el historial de los candidatos como criterio de decisión en un acto que se pagará en el futuro. Saben (o al menos sería razonable para ellos que lo supieran) que las promesas electorales no son vinculantes y que es frecuente que los que sean elegidos no las mantengan. Así pues, desde su punto de vista, será razonable que no presten atención a los programas de los candidatos en la creencia que sus historiales ofrecen mejor modo de predecir su conducta futura que sus palabras. Además, incluso asumiendo que los votantes opten por prestar alguna atención a las promesas de los candidatos, saben, o deben saber, que la credibilidad de tales promesas es una cuestión abierta. No es razonable por su parte suponer que los candidatos vayan a cumplir necesariamente sus compromisos, pero uno de los pocos medios disponibles para evaluar cuánta confianza se puede depositar en los compromisos de los candidatos es el modo en el que se comportaron en el pasado. En ambos casos, por lo tanto, puede ser razonable que los votantes empleen el comportamiento pasado de los candidatos como criterio para las futuras decisiones.
Por supuesto, la capacidad de los votantes para formarse un juicio retrospectivo y la eficacia de tal juicio presuponen condiciones institucionales que no siempre se obtienen en los gobiernos representativos existentes o que se adquieren sólo en grados variables. Tres condiciones son de particular importancia. Primera, los votantes deben ser claramente capaces de asignar responsabilidades. Al respecto, los gobiernos de coalición o los arreglos institucionales que favorecen la creación de gobiernos de coalición (la representación proporcional, por ejemplo) perjudican los juicios retrospectivos. Con gobiernos de coalición, cuando el electorado desaprueba una política particular, los miembros de la coalición pueden acusarse mutuamente de la responsabilidad por las decisiones impopulares. Si una política es el resultado de intrincadas negociaciones entre una serie de socios, es extremadamente difícil para los votantes asignar las culpas si la política provoca su rechazo. Segunda, los votantes han de poder destituir del poder a los que consideren responsables de la política que rechazan. También aquí la representación proporcional se pone en medio de las sanciones retrospectivas (339). Finalmente, si quienes ocupan los cargos tienen acceso a recursos de los que no disponen sus oponentes (como puede ser emplear a funcionarios para que ayuden a difundir mensajes electorales), el mecanismo de las sanciones retrospectivas queda difuminado debido a que, desde el punto de vista estructural, a los votantes les resulta más difícil no reelegir a un representante que volverlo a elegir.
Queda, no obstante, el hecho de que, dada la estructura institucional del gobierno representativo y el deseo de los que están en los cargos de retener el poder, es el juicio retrospectivo del electorado el que cuenta en las deliberaciones de los que toman las decisiones. Si los representantes asumen que los votantes aclararán sus ideas en las próximas elecciones sólo sobre la base de los programas presentados en esa ocasión, tendrán plena libertad de acción. En el presente podrán perseguir cualquier política que deseen, diciéndose a sí mismos que habrá mucho tiempo en la próxima campaña electoral para proponer un programa que sea lo suficientemente atractivo para el electorado como para hacerlos volver al poder.
Se debe llamar la atención sobre otra propiedad clave del mecanismo de la sanción retrospectiva. El arreglo deja la mayoría de las iniciativas a los que están en el gobierno. Los representantes no son absolutamente libres para tomar todas las decisiones que quieran, pues deben actuar de modo que no provoquen el rechazo de los votantes al final de sus mandatos. Pero tienen un margen de libertad mucho mayor que si tuvieran que llevar a cabo las opciones prospectivas del electorado. Cabe, por ejemplo, la posibilidad de que se embarquen en una política apoyada exclusivamente en su propia autoridad y hasta contraria a los deseos del pueblo, si pudiesen anticipar que, una vez en vigor, esa política no va a provocar rechazo. Es factible, por consiguiente, revelar al electorado que una política sobre la que los votantes no tenían idea o que no querían en el momento de su adopción puede ser efectivamente una que acaben encontrando satisfactoria.
Imaginemos una crisis económica marcada por una alta tasa de paro y un gran déficit público. Si los que llegan al poder determinan que la crisis se debe esencialmente a pocas inversiones empresariales, pueden decidir aumentar los impuestos (algo que presumiblemente no gustaría a los votantes) con el fin de reducir el déficit público y la necesidad de que el gobierno se endeude en el mercado de capitales. Si su diagnóstico es correcto, los tipos de interés bajarán, las empresas serán capaces de financiar más económicamente sus inversiones y volverán a contratar. Los que están en el gobierno pueden considerar que el electorado tendrá en cuenta su reducción del paro.
Muchas políticas aparecen bajo otro prisma según se consideren sus efectos inmediatos o a largo plazo, o incluso si se miran antes o después de su aplicación (340).
Como la estimación retrospectiva de políticas sólo se produce durante las elecciones y no mediatamente después de cada iniciativa, la mayor parte del tiempo los votantes no tendrán que pronunciarse sobre la iniciativa, sino sobre la misma decisión y sobre los efectos que produjo con el tiempo. Excepto en el caso de las decisiones tomadas antes de una elección, los votantes están, consecuentemente, en condiciones de evaluar las decisiones públicas a la luz de sus consecuencias. Si el pueblo se gobierna a sí mismo, con el fin de tomar decisiones racionales tendría que poder anticipar sus consecuencias; en el gobierno representativo, el esfuerzo de anticipación requerido por el pueblo es menor, pues las consecuencias de las decisiones públicas ya se habrán manifestado, al menos en parte, cuando el pueblo pronuncie su veredicto.
Por lo tanto, la estructura institucional del gobierno representativo da una forma bastante específica a la relación entre los elegidos y el electorado, una diferente a lo que el sentido común y la ideología democrática imaginan. Confiere influencia sobre el curso de la política pública a los ciudadanos que juzgan retrospectivamente las acciones de sus representantes y las consecuencias de tales acciones, no a los ciudadanos que expresan ex ante sus deseos sobre acciones a ser emprendidas. En el gobierno representativo, el electorado juzga ex post facto las iniciativas tomadas de un modo relativamente autónomo por los que están situados en el poder. A través de su juicio retrospectivo, el pueblo goza de verdadero poder soberano. Llegado el momento de la elección, cuando se ha dicho todo a favor y en contra de las políticas de los que están en los cargos, el pueblo presenta su veredicto. Contra este veredicto, sea correcto o erróneo, no hay apelación; ése es el aspecto democrático de la elección. No obstante, toda elección es también una opción inseparable en cuanto al futuro, ya que se trata de nombrar a quienes gobernarán mañana. En éste, en el aspecto prospectivo, las elecciones no son democráticas porque los gobernados son incapaces de imponer a los gobernantes que lleven a cabo la política por la que les eligieron.
De nuevo, consiguientemente, volvemos a encontrarnos, dentro de una sola acción, la misma combinación — aunque esta vez de forma distinta y en la conducción de políticas públicas — las dimensiones democráticas y no democráticas que veíamos al caracterizar la elección considerando su procedimiento de selección de individuos. Tenemos aquí, sin embargo, la paradoja adicional de que como mejor están capacitados los votantes para influir sobre el futuro es considerando el pasado.
Juicio mediante la discusión
Se ha vuelto un lugar común considerar que al gobierno representativo se le juzgó y justificó en un principio como «gobierno por discusión». Los análisis de Carl Schmitt parecen haber tenido un papel clave en la difusión de esa interpretación (341). Cabe señalar, no obstante, que los textos citados por Schmitt en apoyo de su opinión proceden principalmente del XIX, cuando el gobierno representativo ya no era una innovación. Cita con mucha menor frecuencia escritos o discursos de los siglos XVII y XVIII, período en el que se formularon y aplicaron por primera vez los principios del gobierno representativo (342). Las virtudes de la discusión ciertamente son ensalzadas por Montesquieu, Madison, Siéyès o Burke, pero es un tema al que dedican mucho menos espacio que Guizot, Bentham o posteriormente John Stuart Mill. La discusión no llega siquiera a mencionarse en el Segundo Tratado sobre el Gobierno de Locke. Y ni los padres fundadores americanos ni los constituyentes franceses de 1789-91 definen el gobierno representativo como «gobierno por discusión». Además, la fórmula de «gobierno por discusión» es bastante confusa. No indica exactamente qué lugar se supone que va a ocupar la discusión en el gobierno. ¿Se piensa que dirige todas las fases del proceso de toma de decisión o solamente algunas? ¿Significa la frase que, en el gobierno representativo, como en la «conversación perpetua» tan querida de los románticos alemanes, todo está sujeto a interminable discusión?
Aunque la discusión no figura tan prominentemente en las formulaciones de los inventores del gobierno representativo como en las reflexiones del XIX, no hay duda de que, desde los orígenes del gobierno representativo, la idea de la representación estuvo asociada a la discusión. Halló expresión en un arreglo, adoptado en Gran Bretaña, en los Estados Unidos y Francia, por el que los representantes gozan de absoluta libertad de expresión dentro de los muros de la asamblea. Sólo mediante la introducción intermedia de la noción de asamblea se puede entender el vínculo entre representación y discusión. Siempre se ha concebido y justificado el gobierno representativo como un sistema político en el que la asamblea representa un papel decisivo. Se puede imaginar, como señala correctamente Schmitt, que la representación podría ser el privilegio de un único individuo nombrado y autorizado por el pueblo (343). Es, no obstante, una verdad innegable que el gobierno representativo ni fue propuesto ni establecido como un régimen en el que el poder se confía a un único individuo elegido por el pueblo, sino como régimen en el que la autoridad colectiva ocupa una posición central. Schmitt y otros autores posteriores van, sin embargo, más allá de señalar la relación entre la idea representativa y el papel de la asamblea; interpretan el lugar preeminente otorgado a la asamblea como consecuencia de una previa y más fundamental creencia en las virtudes del debate en el seno de la autoridad colectiva y en el principio del gobierno de la verdad (veritas non auctoritas facit legem) (344). Según esta interpretación, la estructura de las creencias que justifican el gobierno representativo, definido como gobierno por asamblea, sería como sigue: la verdad ha de «hacer la ley», el debate es el medio más apropiado para determinar la verdad y, por lo tanto, la autoridad política central debe ser el lugar de debate, o sea, un parlamento.
En realidad, los razonamientos de los inventores y primeros partidarios del gobierno representativo no siguen esa vía. En Locke, Montesquieu (en su análisis del sistema inglés), Burke, Madison y Siéyès, la naturaleza colectiva de la autoridad representativa nunca se deduce de un razonamiento anterior sobre los beneficios del debate. En todos estos autores, el hecho de que la representación requiera una asamblea se presenta como evidente. En realidad, la asociación entre representación y asamblea no fue una creación ex nihilo del pensamiento político moderno, sino un legado histórico. Los parlamentos modernos han ido tomando forma a través de un proceso de transformación (gradual en Inglaterra, más bien abrupto en Francia) o de imitación (en las colonias americanas) de órganos representativos que nacieron en la sociedad feudal, las asambleas de los estados. Los primeros defensores de las asambleas representativas modernas insistieron en sus diferencias respecto de las instituciones anteriores, pero la misma insistencia muestra un conocimiento de la relación entre lo viejo y lo nuevo. La naturaleza colectiva de la autoridad representativa era uno de esos elementos de continuidad. En los escritos y discursos de los fundadores de la representación moderna, la discusión aparece como una característica de las asambleas que es inevitable y en cierto modo natural.
Además, la idea del gobierno representativo estuvo ligada desde el principio a la aceptación de la diversidad social. La representación fue propuesta en primer lugar como técnica que permite el establecimiento de un gobierno emanado del pueblo en grandes y diversas naciones. Madison y Siéyès afirman repetidamente que la democracia directa fue posible en las antiguas repúblicas por la homogeneidad y reducido tamaño del órgano político. Resaltan que esas condiciones ya no se dan en un mundo moderno caracterizado por la división del trabajo, el progreso del comercio y la diversificación de los intereses. (Como contrapunto, el más notable detractor de la representación, Rousseau, condena la «sociedad comercial» y el progreso de las artes y ciencias, para alabar las pequeñas y homogéneas comunidades que gozan de unidad sin adulterar). En el siglo XVIII, en general se consideraba que las asambleas representativas debían, dentro de sus limitaciones, reflejar esa diversidad. Incluso autores como Siéyès o Burke, que resaltaban con mayor insistencia que el papel de las asambleas era el de producir unidad, asumían que los representantes, elegidos por localidades y poblaciones diversas, reconocían en las asambleas cierta heterogeneidad (345). Por consiguiente, siempre se consideró que el órgano representativo tenía un carácter diverso y colectivo.
Es el carácter diverso y colectivo del órgano representativo y no ninguna creencia establecida previa e independientemente en las virtudes del debate, lo que explica el papel otorgado a la discusión. En una entidad colectiva en la que cabe la posibilidad de que sus miembros, elegidos por distintas poblaciones, sostengan inicialmente diversos puntos de vista, el problema estriba en llegar a acuerdos, en la convergencia de voluntades. No obstante, como hemos visto, los fundadores del gobierno representativo situaban la igualdad de voluntades en la raíz de sus concepciones políticas: ninguna superioridad intrínseca otorga a determinados individuos el derecho a imponer su voluntad sobre los demás. Por lo tanto, en una asamblea en la que se ha de lograr la convergencia de voluntades pese a la diversidad de posiciones de partida, ni los más poderosos, ni los más competentes, ni los más ricos tienen derecho a imponer su voluntad; todos los participantes han de tratar de ganarse el consentimiento de los demás mediante el debate y la persuasión. La obviedad de esta solución, dado el principio de igualdad de voluntades, explica por qué es rara vez objeto de razonamientos explícitos entre los fundadores y por qué se presenta la discusión como el modo natural de proceder de las asambleas representativas. Asimismo, la igualdad de voluntades, raíz del procedimiento electivo para la designación de gobernantes, hace de la discusión la forma legítima de interacción entre ellos.
La idea de la discusión y de sus funciones propias que prevaleció entre los primeros partidarios de la representación quedó expresada con especial claridad en Vues sur le moyens d’exécution dont les représentants de la France pourront disposer en 1789 de Siéyès, un panfleto que se puede considerar uno de los textos fundacionales del gobierno representativo moderno. En el pasaje que Siéyès dedica al debate quedan clarificadas varias cuestiones cruciales, que merecen ser citadas con cierto detenimiento. Hay que señalar, en primer lugar, que Siéyès introduce sus reflexiones sobre el debate después de haber establecido la necesidad del gobierno representativo, y lo hace con el fin de responder a las objeciones «contra las grandes asambleas y contra la libertad de expresión». Así asume, sin justificación posterior, que la representación necesita una asamblea y que el papel de una asamblea es debatir.
Primero, se desaprueba la complicación y la lentitud que en las grandes asambleas deliberativas parecen tomar los asuntos. Esto es debido a que en Francia se está acostumbrado a decisiones arbitrarias tomadas en secreto y en distantes despachos ministeriales. Una cuestión tratada en público por un gran número de personas con opiniones diferentes y en la que todos pueden ejercer el derecho a la discusión con mayor o menor prolijidad, y que se permiten airear sus ideas con un ardor y brillantez distinto al tono de la sociedad, es algo que debe naturalmente asustar a nuestros temerosos ciudadanos, al igual que un concierto de ruidosos instrumentos con certeza cansaría el delicado oído de los enfermos de un hospital. Es difícil concebir que de tan libre y agitado debate pueda surgir una opinión razonable. Es tentador desear que se convocase a alguien muy superior al resto para poner de acuerdo a todas esas personas que de otro modo perderían el tiempo discutiendo (346).
Para Siéyès, entonces, la discusión proporciona la solución a dos problemas interrelacionados. Inevitablemente, al inicio de la asamblea reinará el desacuerdo, pero, por otro lado, el gobierno representativo rechaza la simple y tentadora solución que defienden sus detractores: que la discordia ha de acabar mediante la intervención de una voluntad superior a la de los demás. Más adelante en el texto prosigue Siéyès:
En toda deliberación, hay algo parecido a un problema a solucionar, que es saber en cada caso qué es lo que prescribe el interés general. Cuando comienza el debate, no se puede calcular exactamente la dirección que llevará para llegar con certeza a ese descubrimiento. Sin duda el interés general no es nada si no es el interés de alguien: es el interés concreto común al mayor número de votantes. De ahí se deriva la necesidad del contraste de opiniones (347). Lo que parece ser una mezcolanza, una confusión capaz de oscurecer todo, es un paso preliminar indispensable hacia la luz. Hay que dejar que todos esos intereses particulares se presionen, compitan y luchen entre ellos para captar la cuestión y dirigirla, cada cual según su fortaleza, hacia el fin que persigue. En esta prueba, las ideas útiles y las negativas son separadas; estas últimas sucumben, aquéllas siguen su camino hasta autoequilibrarse, modificadas y purificadas por sus efectos recíprocos, para finalmente fusionarse en una única opinión (348).
Para los fundadores del gobierno representativo, por tanto, el debate desempeña la labor específica de producir acuerdo y consentimiento; no constituye por sí mismo un principio de toma de decisiones. Lo que convierte a una proposición en una decisión pública no es la discusión, Sino el consentimiento. Se debe añadir que este consentimiento es el consentimiento de una mayoría, no un consentimiento universal, y todavía menos la expresión de una determinada verdad (349). Co,o ya había observado Locke, la función esencial del principio del gobierno mayoritario es hacer que las decisiones sean posibles. Locke escribió:
Porque lo que hace actuar a una comunidad es únicamente el consentimiento de los individuos que hay en ella, y es necesario que todo cuerpo se mueva en una sola dirección, resulta imperativo que el cuerpo se mueva hacia donde lo lleve la fuerza mayor, es decir, el consentimiento de la mayoría. De no ser así, resultaría imposible que actuara o que continuase siendo un cuerpo, una comunidad (350).
Merece la pena señalar que en este texto clave de Locke no se fundamenta el principio del gobierno mayoritario en las cualidades o virtudes de la mayoría (por ejemplo, su aptitud para expresar lo que es verdad y justo), sino en el puro hecho de que hay que tornar decisiones. El debate, por otro lado, no puede satisfacer esa necesidad; no proporciona un principio de toma de decisiones. Sobre una determinada materia, las discusiones cesan cuando se ha llegado a acuerdo entre todos los participantes y ya nadie tiene objeciones, pero por sí misma la discusión no contiene un principio limitado. El consentimiento de la mayoría, en cambio, proporciona un principio de toma de decisiones, ya que es compatible con las limitaciones temporales a las que están sometidas todas las acciones, y en particular las acciones políticas. En cualquier momento se pueden contar cabezas y determinar qué propuesta ha obtenido el consenso más amplio. Los debates intelectuales pueden regirse exclusivamente por el principio de discusión, porque, al contrario que los debates políticos, no están sometidos a ninguna limitación temporal. Desde luego, los fundadores del gobierno representativo no confundían un parlamento con una sociedad instruida.
El principio del gobierno representativo debe formularse, por lo tanto, como sigue: ninguna propuesta puede adquirir fuerza de decisión pública hasta que haya obtenido el consentimiento de la mayoría tras haber sido sometida al juicio mediante la discusión. Es el consentimiento de la mayoría, no el debate, lo que hace la ley. El principio tiene una característica notable: en modo alguno regula el origen de las propuestas o proyectos a discutir. El principio no contiene nada que prevenga a un miembro de la autoridad que debate a concebir y formular una propuesta legislativa fuera de la asamblea y del contexto de la discusión. Tampoco hay nada en el principio que implique que sólo los miembros de la asamblea tengan derecho a formular propuestas. Consecuentemente, el principio del gobierno representativo no determina el origen de las propuestas a debatir en la asamblea; puede proceder de cualquier lugar. Carece de importancia que el proyecto de ley se origine en la asamblea, lo conciba un individuo en la soledad de su estudio o haya sido elaborado por personas de fuera de la asamblea. Así que, sólo se puede afirmar que, en la medida en que los proponentes de tales proyectos de ley saben anticipadamente que sus propuestas serán debatidas, tienen un incentivo para anticipar los diversos argumentos que pueda provocar su propuesta y tenerlos en cuenta cuando la conciban y formulen. Algunos miembros de la asamblea pueden dar forma a sus propuestas durante el curso del debate, ya que los razonamientos les dan nuevas ideas, pero no es consecuencia necesaria del principio. También se puede enmendar una propuesta durante la discusión, en cuyo caso, la decisión final incorporará elementos originados en el debate. No obstante, esto tampoco es consecuencia directa del principio del debate: puede que una propuesta logre eventualmente el consentimiento de la mayoría y convertirse así en una decisión con la misma forma en la que se presentó originariamente ante la asamblea.
El hecho de que la decisión sea tomada por un órgano colectivo al final de un debate sólo garantiza una cosa: que todas las propuestas legislativas han de someterse al proceso de la discusión. El debate actúa como pantalla o filtro, independientemente del origen de los proyectos de ley. Basta, sin embargo, con esto para asegurar un efecto esencial de la toma de decisiones: no se puede adoptar ninguna medida hasta que una mayoría la considere justificada tras el escrutinio argumentativo. El gobierno representativo no es un sistema en el que todo se tenga que originar en el debate, sino aquél en el que todo ha de justificarse en debate.
Tan ferviente partidario de la discusión como John Stuart Mill consideraba que, en cuestiones legislativas (por no mencionar las administrativas), el parlamento no era lugar indicado para la concepción y formulación de propuestas. Sugirió que las propuestas de ley fuesen redactadas por una comisión de expertos nombrados por la corona y luego presentadas ante el parlamento sólo para su discusión y aprobación. Llegó incluso tan lejos como para negar al parlamento el derecho a enmendar las propuestas de la comisión durante la discusión. Escribe Mill: «Una vez elaborado [el proyecto de ley], el Parlamento carecerá de poderes para alterar a medida, sino sólo o para aprobarlo o rechazarlo; o, en caso de desaprobación parcial, remitirlo a la comisión para su reconsideración» (351). Según Mill, la principal función del órgano que debate debe ser otorgar o negar «el sello final del consentimiento nacional» tras un intercambio público de argumentaciones, no para concebir y formular medidas legislativas (352). Como resalta Mill, no se viola el principio del gobierno representativo si efectivamente los proyectos de ley son elaborados, con o sin discusión, por personas ajenas a la asamblea e incluso no elegidas por ésta. Esto explica que el gobierno representativo se haya mostrado compatible con el desarrollo y creciente papel de la burocracia. Carece de importancia que las leyes propuestas sean mayoritariamente obra de burócratas o de expertos no elegidos, con tal de que ninguna de las propuestas llegue a ser ley sin ser debatida por la autoridad colectiva electa.
Por lo tanto, definir el gobierno representativo simplemente como el gobierno de la discusión es insuficiente. Oscurece el hecho de que la función de la discusión persuasiva no es la de tomar decisiones ni que sea necesaria para generar propuestas para ser decididas, sino sólo para producir consentimiento en una situación en la que ningún individuo tiene derecho a imponerse a los demás. Volvemos a ver el papel crítico del sometimiento a juicio: las propuestas no son iniciadas necesariamente por el órgano que debate, pero ninguna propuesta es aprobada hasta haber sido sometida a su juicio.
Tenemos entonces que el análisis del sistema de toma de decisiones muestra que, en contra de lo que dice el sentido común y la ideología democrática, la democracia representativa no es una forma indirecta del gobierno del pueblo. Sin embargo, el análisis también evidencia una característica positiva de la democracia representativa, a saber, el protagonismo que se otorga al juicio de la comunidad. El electorado en su conjunto es hecho juez de las políticas ejecutadas por sus representantes: la valoración retrospectiva por el electorado de iniciativas relativamente independientes de los que están en el gobierno influye sobre la conducción de los asuntos públicos. El papel del órgano que debate equivale también esencialmente al de juez, en el sentido de que todas las propuestas han de ser sometidas a su aprobación, aun no habiéndose originado en su seno. Por lo tanto, por diversas razones en cada caso, el concepto de someter a juicio es lo que mejor describe el papel asignado a la comunidad, ya sea por el propio pueblo o por sus representantes. El gobierno representativo no es un sistema en el que la comunidad se autogobierna, sino un sistema en el que las políticas y las decisiones públicas son sometidas al veredicto del pueblo.
Notas
311 Véase, por ejemplo, P. Bachrach (1973): The Theory of Democratic Elitism: A Critique, Boston, Little Brown, 1967 [ed. cast.: Buenos Aires, Amorrortu, 1973]. Bachrach reúne bajo el título «Elitismo democrático» las teorías sobre la democracia propuestas por Joseph Schumpeter en Capitalism, Socialism, and Democracy (1942), tercera edición, Nueva York, Harper & Row, 1957 [ed. cast.: Capitalismo, socialismo y democracia, Barcelona, Ediciones Folio, 1984]; Robert Dahl (1956), en A Preface to Democratic Theory, Chicago, University of Chicago Press; o Giovanni Sartori (1962), en Democratic Theory, Detroit, Wayne State University Press[ed. cast.: Teoría de la democracia, Madrid, Alianza Editorial, 1994].
312 Esto es lo que aduce en particular Giovanni Sartori en su obra más reciente The Theory of Democracy Revisited, 2 vols., Chatham, Chatham House Publishers, 1087, volumen I, p. 157.
313 J. Schumpeter, Capitalism, Socialism, and Democracy, p. 250
314 Ibid, p. 269.
315 Véase J. R. Pole (1983): The Gift of Government. Political Responsibility from the English Restauration to the American Independence, Athens, University of Georgia Press, p.103.
316 « Las promesas son un arreglo provisional en ausencia de legislaturas más cortas», escribió el panfletista radical D. Wakefield, «Pledges defended: a letter to the Lambeth electors» (e.o. 1953): Politics in the Age of Peel, Nueva York, Norton Library, 1971, p. 30.
317 J. Benthan (e.o. 1822): Constitutional Code, edición de F. Rosen y J. H. Burns, volumen I, Orford, Clarendon Press, 1983, p. 26.
318 Véase J. P. Reid (1989): The Concept of Representation in the Age of American Revolution, Chicago, University of Chicago Press, pp. 100-2.
319 Véase «Debate in House of Representatives» (15 de agosto de 1789), en Annals of Congress. The Debates and Proceedings in the congress of the United States, volumen 1, reproducido en P. B. Kurland y R. Lerner (1987): The Founders’ Constitution, 5 vols., Chicago, University of Chicago Press, volumen 1, pp. 413-18.
320 Marx (e.o. 1871): Der Burgerkrieg in Frankreich, en Karl Marx y Friedrich Engels, Werke, 36 volúmenes, Berlín, Dietzs Verlag, 1957-67, volumen XVII, p. 339 [ed. Cast.: La Guerra civil en Francia, Madrid, Ricardo Aguilera, 1976].
321 Marx, Der Burgerkrieg in Frankreich, p. 340.
322 J.-J Rousseau (e.o. 1772): Considérations sur le Gouvernement de Pologne, en J.-J Rousseau, Oeuvres Complètes, volumen III, París, Gallimard, 1964, p. 980 [ed. Cast.: Consideraciones sobre Polonia, Madrid, Tecnos, 1989].
323 Conviene mencionar que Weber enumera como características de la democracia directa las siguientes prácticas e instituciones: revocabilidad permanente de las autoridades públicas, rotación en los cargos, selección por sorteo de los funcionarios públicos y mandatos imperativos. Véase Max Weber (e.o. 1921): Economy and Society, edición de G. Roth y C. Wittich, 2 vols., Berkeley, University of California Press, 1978, vol. 1, parte 1, capitulo 3 § 19, p. 289 [ed. cast.: Economía y sociedad, México, Fondo de Cultura Económica, 1993].
324 Este razonamiento fue presentado por Max Weber en particular. Véase Economy and Society, volumen II, capítulo 14, secciones 2, § 5, p. 1128.
325 Véase Pole, The Gift of Government, pp.87-116.
326 Ibid., pp. 117-40.
327 Madison, «Address to the Chamber of Representatives» (15 de agosto de 1789), en Annals of Congress. The Debates and Proceedings in the Congress of the United States, volumen 1, citado en Kurland y Lerner (eds.), The Founders’ Constitution, p. 415.
328 Sabemos, por ejemplo, que algunos gobiernos de los antiguos países comunistas llevaban a cabo ocasionales sondeos de opinión, asesorados incluso por expertos occidentales en la materia. Por supuesto, los resultados de los sondeos nunca se publicaban.
329 Un ejemplo notable de tan rudimentaria opinión se puede hallar en George Gallup y Saul F. Rae (1940): The Pulse of Dernocracy, Nueva York, Simon & Schuster.
330 Véase, por ejemplo, Pierre Bourdieu (e.o. 1972): «L’opinion publique n’existe pas», en su Questions de Sociologie, París, Editions de Minuit, 1980, pp. 222-34; Pierre Bourdieu, «Questions de polirique», en Actes de la Recherche en Sciences Sociales, 17 de septiembre de 1977.
331 El término es convencional. La serie de discusiones provocadas por la noción de opinión pública en estos últimos años no resultaron ser más que disputas terminológicas, si bien los detalles de los razonamientos presentados tuvieron a menudo un verdadero interés. El estudio histórico de los diversos significados dados al término desde su invención en el siglo XVIII (desde Rousseau, los fisiócratas a Necker, pasando por Bentham, Tocqueville, Mill y Tarde, hasta Schmitt, Habermas y Noëlle-Neumann) es una empresa que está completamente justificada, pero llenaría todo un volumen. Habiendo realizado algunas investigaciones sobre la materia, considero que la definición cine adopto es consecuente con el elemento compartido por los diversos significados que (simultánea o sucesivamente) se han atribuido al término «opinión pública». No obstante, en el contexto del razonamiento que aquí se desarrolla, esta definición puede considerarse estipulativa en exceso. El razonamiento atañe a la existencia y a la influencia sobre los gobiernos representativos de las opiniones que los gobernados pueden expresar en cualquier momento fuera del control del gobierno. El término empleado para denotar el fenómeno constituido por esas opiniones, hablando en sentido estricto, no tiene consecuencias.
332 Véase Hobbes (e.o. 1651): Leviatán, edición de C. B. Macpherson, Harmondsworth, Penguin, 1968, p. 220 (capítulo 16), y e1 capítulo 18 [ed. cast.: Madrid, Alianza Editorial, 1989]. La naturaleza absoluta de la representación en Hobbes es analizada de un modo perspicaz en H. Pitkin (1967): The concept of Representation, Berkeley, University of California Press, pp. 15-27.
333 Schumpeter, Capitalisrn, Socialism, and Democracy, p. 269.
334 Hamilton, discurso del 18 de junio de 1787, en M. Farrand (ed.) (1966): The Records of the Federal Convention of 1787, 4 vols., New Haven, Yale University Press, volumen 1, pp. 289-92.
335 Grocio, Hobbes y Pufendorf resaltan que con el consentimiento para que se establezca un gobierno, el pueblo transfiere a perpetuidad su derecho a gobernarse. El establecimiento de un gobierno es, por lo tanto, similar a la alienación de la propiedad; una persona aliena una propiedad cuando la vende, perdiendo con ello para siempre todo derecho sobre ella. En cambio, en un sistema de elecciones regulares, el pueblo sólo transfiere temporalmente el derecho a gobernar. En ese sentido, las elecciones a intervalos regulares deben ser consideradas como la marca de la naturaleza inalienable de la soberanía del pueblo.
336 Sobre este punto, véase los razonamientos expuestos en el Capitulo 4.
337 El estudio empírico clásico de la votación retrospectiva es el de M. Fiorina (1981): Retrospective Voting in American National Elections, New Haven, Yale University Press.
338 Se ha mostrado, mediante un modelo formal, que la votación retrospectiva no capacita de hecho a los ciudadanos para controlar a sus representantes; véase J. Ferejohn, «Incumbent performance and electoral control», en Public Choice, volumen 50, 1986, pp. 5-25. En el modelo de Ferejohn, el control de los votantes mediante votación retrospectiva presupone dos condiciones: 1) el electorado ha de votar exclusivamente sobre la base de consideraciones retrospectivas; y 2) al evaluar una actuación de los representantes, los votantes han de tener en cuenta datos sociales y económicos añadidos (por ejemplo, el incremento total del desempleo durante el mandato de los representantes) más que su situación personal (por ejemplo, el hecho de que perdieran su empleo durante ese período). Ferejohn resume la segunda precondición afirmando que, para ejercer control efectivo sobre sus representantes, los votantes han de ser más «sociotrópicos» que puramente individualistas. Ha de señalarse también que en este modelo, sólo hay un representante (o partido) al que los votantes han de reelegir o no. Aparentemente, la aproximación matemática a una situación en la que los que están en los cargos compiten con otros candidatos comporta mayores dificultades.
339 Sobre estos puntos, véase G, Bingham Powell (1989): «Constitutional design and citizen electoral control», en Journal of Theoretical Politics, volumen 1, pp. 107-30; G. Bingham Powell, «Holding governments accountable: how constitutional arrangements and party systems affect clarity of responsibility for policy in contemporary democracies», documento presentado en la reunión de 1990 de la American Political Science Association (manuscrito).
340 Un ejemplo notable de la segunda categoría de políticas que se mencionan aquí es analizado por R. Fernández y D. Rodrik (1991), en «Resistance to reform: statu quo bias in the presence of individual specific uncertaintry», en American Economic Review, volumen 81, 5, diciembre, pp. 1146-55. En e1 artículo se estudia una política que, una vez implantada, producirá un pequeño beneficio a un gran número de individuos mientras impondrá altos costes a otro muy reducido. No obstante, la gente no sabe de antemano si estarán entre los beneficiados o los perdedores. En tales condiciones, la utilidad esperada de la política en cuestión es negativa para un gran número de personas. Así que nunca habrá una mayoría a favor de su adopción ex ante. No obstante, una vez aplicada la política, y acabada la incertidumbre sobre la identidad de los ganadores y de los perdedores, tendrá la aprobación de la mayoría que haya salido beneficiada. Habrá, por lo tanto, una mayoría ex post que la respaldará.
341 Véase, en particular, C. Schrnitt (1923) (1926): Die Geistesgeschichtliche Lage des heutigen Parlamentarismus [ed. cast.: El parlamentarismo actual, Madrid: Tecnos, 1990]; o C .Schmitt, (1928): Verfassungslebre, Múnich, Duncker & Humblot, §24, pp. 315-16.
342 Schmitt depende sobre todo de los textos recopilados por Guizot en su Histoire des origines du Gouvernement Représentatif (Bruselas, 1851); véase Schmitt, The Crisis of Parliamentary Democracy pp. 34-5. Sobre el papel de la discusión y la «soberanía de la razón en Guizot, véase Pierre Rosanvallon (1985): Le Mornent Guizot, París, Gallimard, pp. 56-63, 87-97. Schmitt cita también a Burke, Bentham y James Bryce.
343 «Si por motivos prácticos y técnicos los representantes del pueblo pueden decidir en lugar del mismo, entonces ciertamente un solo representante asignado puede también decidir en el nombre del pueblo. Sin dejar de ser democrático, la argumentación justificaría un cesarismo antiparlamentario» (Schmitt, The Crisis of Parliamentary Democracy, p. 34).
344 Schmitt, The Crisis of Parliamentary Democracy, pp. 35, 43. La idea es desarrollada con todo detalle por Jürgen Habermas (e.o. 1962), en The Structural Transformation of the Public Sphere. Cambridge, MIT Press, 1989 [ed. cast.: Historia y crítica de la opinión pública, Barcelona, Gustavo Gili, 1982]. Schmitt traza un paralelismo entre el valor otorgado al debate por los partidarios del parlamentarismo y los méritos del mercado ensalzados por los liberales. «Es exactamente lo mismo: que la verdad puede ser hallada a través de un choque libre de opiniones y que la competencia produce armonía» (The Crisis of Parliamentary Democracy, p. 35). La idea de que la verdad emerge de la discusión es bastante común, y la tradición filosófica occidental, comenzando por Platón y Aristóteles, ha dado muchas versiones elaboradas de ella. No está justificado considerarlo una creencia específica del pensamiento liberal tomado en su sentido más estrecho.
345 Lo más significativo de la obra de Burke a este respecto es su famoso «Discurso a los electores de Bristol», en el que declara: «Si el gobierno fuese una cuestión de voluntad por alguna de las partes, vosotros, sin duda, debéis ser superiores, pero el gobierno y el legislativo son cuestiones de razón y juicio, no de inclinación; y ¿qué tipo de razón es aquella en la que la determinación precede a la discusión y en la que un grupo de hombres delibera y en la que los que llegan a las conclusiones están quizá a trescientas millas de distancia de quienes escuchan los argumentos? […] El parlamento no es un congreso de embajadores de diferentes y hostiles intereses y en el que cada cual ha de sostener su interés como agente y abogado en contra de otros agentes y abogados; el parlamento es una asamblea deliberadora de una nación, con un interés, el del conjunto, que no debe guiarse ni por fines ni por prejuicios locales, sino por el bien común resultante de la razón general de la totalidad». E. Burke (e.o. 1774), «Speech to the Electors of Bristol», en R. J. S. Hoffmann y P. Levack (eds.) (1949): Burke’s Politics, Selected Writings and Speeches, Nueva York, A. A. Knopf, p. 115. (La cursiva es del autor.)
346 E. Siéyès (1789): Vues sur les moyens d’exécution dont le representants de la France pourront disposer en 1789, París, editorial desconocida, p. 92.
347 La importancia de estas frases (la cursiva es mía) no puede ser infravalorada. Demuestran que, para Siéyès, 1) el debate parlamentario no es una actividad desinteresada, orientada solamente por la búsqueda de la verdad, sino un proceso que pretende identificar el interés común del mayor número de personas, y 2) que el interés general, al contrario que la «voluntad general» de Rousseau, no excede a los intereses particulares y no es de naturaleza diferente a éstos.
348 Siéyès, Vues sur les moyens…, pp. 93-4.
349 La afirmación (en el texto recién citado) de que, al final del debate las opiniones «se fusionan finalmente para formar una opinión única», puede sugerir que Siéyès hace de la unanimidad el principio de la toma de decisiones. No es así, como lo muestran pasajes anteriores del mismo panfleto: «Sin embargo, requerir que la voluntad común sea siempre la suma precisa de todas las voluntades equivaldría a renunciar a la posibilidad de formar una voluntad común, y se disolvería la unión social. Es, por tanto, absolutamente necesario para su solución, reconocer todos los caracteres de la voluntad común en una pluralidad aceptada» (Siéyès, Vues sur les moyens…, p. 18). En sus reflexiones sobre el debate, su propósito principal es diferente, de ahí que no se tome la molestia de repetir el razonamiento.
350 J. Locke, Second Treatise of Governrnent, capítulo 7, § 96, en J. Locke, Two Treatises of Governrnent, P. Laslett (ed.) (1988), Cambridge, Cambridge University Press, pp. 331-2. Obviamente, los razonamientos de Locke y Siéyès sobre esta cuestión son muy parecidos. La formulación de Locke es quizá un poco más incisiva y por eso se le cita aquí.
351 J. S. Mill (co. 1861): Considerations on Representative Government, capítulo V, en J. S. Mill, Utilitarianism, On Liberty, and Consideration on Representative Government, H. B. Acton (ed.), 1972, Londres, Dent & Sons, p. 237.
352 Mill, Considerations on Representative Government, p. 240.